Tebas do meu Coração


Autor: Nélida Pi?on
Título: Tebas do meu Coração, Tebas de mi Corazón
Idiomas: port, esp
Tradutor: Angel Crespo(esp)
Data: 29/12/2004

TEBAS DE MI CORAZÓN

Trecho

Nélida Piñon

A pesar de todo, aquel primero de julio Eucarístico empezó a tumbar los árboles prometidos a sus hijos como herencia para después de muerto. Avisada de que la familia estaba perdiendo sus más nobles galas, y a manos de Eucarístico, Magnólia salió a su encuentro. Le pedió que se tomase, por lo menos, tres días para pensarlo. No era cosa de destruir el patrimonio de toda una vida dando hachazos durante unas pocas horas. Eucarístico no lograba oír una sola palabra y Maginólia se arrodilló y se puso a rezar por los árboles mientras él los tumbaba.

La furia le duró unos días, quién sabe si devido a razones caras a su corazón, para que nada le sobreviviese. El alborozo de aquella nueva fantasía no parecía estar destinado a Santísimo, presentían los que presenciaban su actividad. Y, habiéndose encerrado Eucarístico en el taller, previamente ampliado, primero hacia el cielo y después hacia los lados izquierdo y derecho de la tierra, no se podía adivinar lo que esta vez construiría, para necesitar tanta madera y espacio al mismo tiempo. Unos meses después, al derribar las paredes del taller con el mazo, mientras Magnolia seguía protestando, hasta que no quedó un ladrillo en pie, nadie más dudó de la classe de trabajo que venía ralizando obsesivamente. Ante todos aparecía la barriga amplia y audaz de un barco, al que faltaban el timón, los remos, las velas y el mástil.
Por fin iba el Alvarado a sentir emociones que jamás le habia proporcionado la gente de Santísimo. No se contaba en la historia de aquellas aguas disputas en torno a peces espada, sirenas fulgurantes, ante cuyas escamas se alimentasen esperanzas de fabricar cajitas de madreperla, o incluso visitas que les enseñasen extravagantes maneras de hacer punto de media. Los piratas y bandeirantes, que por ventura habían llegado a Santísimo con ayuda del río, habían actuado indudablemente con discreción, casi siempre de madrugada, para que no les molestasen las corrientes, más bravías a la luz del sol. Unicamente Eulalia, por capricho o terquedad, hermoseó el río durante breves horas cuando lo escogió como túmulo. Incluso en el momento de morir, tuvieron que censurar su gusto. No dudó en adular a Asunción, pueblo de sus amores, dejándoles una sombra de miedo que se sorprendía en ciertos rostros, sobre todo en aquellas casas que no encalaban sus paredes apenas anunciado el mes de mayo.

Los botecillos que hasta allí hacían incursiones admitían la propia desdicha, les había fallado el mapa que los conducía por la tierra, o ya no disponían de la firmeza de antaño en el manejo del timón y los remos. Nadie dejó allí el corazón para que fueran a buscarlo más tarde. Iabeshad jamás los abandonó. Aunque les amenazase con la certeza de otros mundos, y dejase en la mercería de Bonifacio larvas que se reproducían bajo la forma de brújulas, relojes, candelabros, alfiler con piedra nutrida a profundidades superiores a los mil metros.

Magnolia se resentía de que su marido no volviese a casa y escogiese el barco por morada. Eucarístico no se dejaba convencer, debilitaba sus argumentos con el silencio. Hacía mucho que había afrimado por medio de gestos que el verbo, además de borrarse con tinta negra, azul, rosa, se enunciaba y ya pasaba a no existir, cualquier red lo filtraba, que no le presentasen ya el presumible rostro y su febril vaso sanguíneo.

– Por lo menos, acepta la comida, dijo Magnolia. Y trató de saber si se opondría a que ella y los hijos le llevasen empanadas los domingos, gallina asada, otras golosinas, como si hubiese verbena. Eucarístico admitiría visitas breves, apenas el tiempo de desmenuzar los asados, comerlos con avidez, y despedirse en seguida. La avidez de la visita quedaría restringida al alimento, y a una rápida inspección ocular.

Durante los domingos siguientes, se instalaban en torno al barco, pues Eucarístico les había prohibido que subiesen a él, a su juicio la embarcación no había atracado. La mujer y sus hijos se vestían con sus mejores trajes, aun arriesgándose a mancharlos de grasa. Al principio, consideraban al barco como un objeto de culto, ante el que se hacían discretas reverencias, evitando pasar cerca, aunque para ello tuviesen que rodear los árboles que habían sobrevivido. No obstante, les había bastado a los hijos una sola mirada y el primer domingo de todos los siguientes para saciarse, puesto que no volvieron a contemplarlo.

– Insensibles, dijo Hermengarda, al enterarse de las visitas.

Ansioso por terminar el barco, Eucarístico trabajaba el día entero. Por todas partes se hacían promesas de celebrar con fuegos artificiales, globos, batatas asadas, la botadura del barco en aguas del Alvarado. Un río que, según Rectus, que había desdoblado revistas polvorientas, debía su bautismo a un extranjero precisamente castellano, que exajeraba la r y la j, de ahí su altiva ascendencia. Respaldo se encargó de apuntar en el cuaderno la fecha prevfista para la terminación del trabajo. Era preciso respetar un calendario, aunque cargado de santos y otras fiestas, si pretendían en serio dar un toque de singularidad a aquel velero.

Eucarístico se negó a explicarle unos planos que dependían de la investigación y continuas reparaciones, trataba de atraer a la eternidad con el único propósito de ajustar con perfección la curva final de la proa. No comprendía que precisamente las criaturas que todavía se las habían con la carne cruda, salvajes en en consecuencia, viniesen a investigar a qué hora le diría adiós a la paisón que era toda su vida. Con un gesto en dirección al sol, le comunicó la seguridad de que antes de dar por terminada una obra que se conciliaba con vientos y aguas bravías, fatalmente se consumiría él mismo.

Respaldo se disculpó. La educación primaria no le había permitido aprender a contender con un artista, o respetar dictámenes de lo que se llamaba una obra de arte.

-¿Y no es artístico lo que trajina con el agua y el tiempo simultáneamente? En Santísimo, la cuenta de las horas no era regresiva, pero avanzaba muy poco hacia el futuro. De modo que bien podían esperar, así como las aguas del Alvarado. La envergadura de la nave le conmovía, en todo se parecía a la ballena que Rectus le había descrito después de sorprenderla en sueños.

-Si el arca del Señor jamás se terminó de construir, menos todavía el barco del hombre, dijo Eucarístico.

Próstatis reaccionó con candor. Por primera vez no le veía registrar a gritos los episodios de Santísimo. Como se le hubiesen conocido con naturaleza amena.

-Temo que le hayamos perdido para siempre, dijo no más.

Hermengarda rechazaba la divulgación de aquella verdad. Sonreía más que los demás. Procuró esconderse por los jardines, para que Filomena no sorprendiese la congoja que tendía a aumentar en su corazón, si por fin se confirmaba la versión de que Eucarístico había abandonado la tierra para siempre. Se había conformado con perderlo para Magnolia, por comprender que no se habría cumplido con ella su intenso destino manual. Eucarístico llegó a firmarle que el amor le confundía. Jamás llegaría a amarla con la voracidad que le exigía Hermengarda, y hacer al mismo tiempo de la madera el registro de su tumulto interior. Al principio, Hermengarda reaccionó, buscando un desquite. Le miraba a la cara con desprecio, le ofrecía alimentos despachurrados con el tenedor y no le ahorró palabras amargas. Cómo podría comprender divisiones de esta clase, que para el cumplimiento de una vocación debiese abstenerse Eucarístico de la actividad amorosa. La invitación que él le hizo fue delicada, en su compañia visitaría el centro de la tierra. Señalando al más venerado árbol de Santísimo, pasó los brazos en torno a la cintura nudosa, parecía gozar con los ojos cerrados. Hermengarda se negaba a creer lo que estaba viendo.

-¿Acaso sentiría lo mismo contigo? dijo él.

A pesar del dolor, Hermengarda le acompañó a la iglesia para que se uniese a la otra. Magnolia le aceptó sabiendo que Hermengarda le perseguiría toda la vida. Sin necesidad de estar cerca, para que se prolongase la sombra que había sobre él, antes de la boda, como sopa ardiente, y cuyas quemaduras habían quedado en la piel. Incluso cocinando para Ofelia, el trabajo diario de engordar a la sobrina, Hermengarda se sentía con derecho a amarle.

-En cuanto sea maestro y se consagre a la madera, le sabré mío para siempre.

Cuando, en los primeros díasl, le habían comunicado el nacimiento de otro hijo de Eucarístico y Magnolia, una soberana incredulidad le afloró al rostro. Jamás aceptó una verdad tan absurda, aunque viese a distancia dilatarse la barriga de Magnolia, y a los hijos crecer. La única amenaza al amor, a su grata memoria, era que Eucarístico se apegase al barco y se abstuviese de otra madera en que trabajar con igual fervor. Le trepidaba el corazón, no se le secaban las lágrimas. Al contrario que Filomena, Hermengarda era menos tibia, menos magra, mucho más alta.

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Fonte: Piñon, Nélida. Tebas de mi corazón. Traducción de Angel Crespo. Alfaguara, 1978. p. 13-18.

TEBAS DO MEU CORAÇÃO

Trecho

Nélida Piñon

Naquele primeiro de julho, porém, Eucarístico começou a abater as árvores prometidas aos filhos como herança, logo que morresse. Avisada de que a família perdia as pompas mais nobres, e pelas mãos de Eucarístico, Magnólia foi ao seu encontro. Pediu que se desse ao menos três dias para pensar. Não se destruía o patrimônio de uma vida inteira em poucas horas de machado. Eucarístico não conseguia ouvir uma única palavra e Magnólia ajoelhou-se rezando pelas árvores enquanto ele as abatia.

Durante dias sua fúria prosseguiu, atingindo quem sabe razões caras ao coração, para nada sobreviver a ele. O alvoroço daquela nova fantasia não parecia destinar-se a Santíssimo, pressentiam os que lhe acompanhavam o ato. E trancando-se Eucarístico na oficina, previamente ampliada, primeiro em direção ao céu, depois em direção ao lado esquerdo e direito da terra, não se podia adivinhar o que desta vez construiria, para precisar de tanta madeira e espaço ao mesmo tempo. Meses depois, ao derrubar as paredes da oficina com a maceta, sob os protestos ainda de Magnólia, até não sobrar um tijolo de pé, ninguém mais duvidou da espécie de trabalho que vinha executando com obsessão. Diante de todos expunha-se o bojo amplo e atrevido de um barco, a que faltavam leme, remos, as velas e o mastro.
Finalmente iria o Alvarado conhecer emoções que a gente de Santíssimo jamais lhe regalou. Não se contavam na história daquelas águas disputas em torno de peixes-espada, sereias cintilantes, de cujas escamas se alimentassem esperanças de construir caixinhas de madrepérola, ou mesmo visitas que lhes ensinassem excêntricas modalidades de se fazer crochê. Os piratas e bandeirantes, que porventura alcançaram Santíssimo com o concurso do rio, agiram sem dúvida com descrição, quase sempre de madrugada, de modo a não os molestarem as correntes, mais bravias à luz do dia. Unicamente Eulália, por capricho ou teimosia, enfeitiçou o rio por breves horas, quando o escolheu como túmulo. Mesmo no momento da morte, houve que lhe censurar o gosto. Não hesitou em cortejar Assunção, cidade do seu amor, deixando-lhes sombra de medo que se surpreendia em certos rostos, sobretudo naquelas casas que não caiavam suas paredes, logo anunciado o mês de maio.

Os pequenos botes que até ali incursionavam admitiam a própria desdita, falhara-lhes o mapa que os conduzia pela terra, ou já não dispunham da firmeza de antes na direção do leme e os remos. Nenhum ali deixou o coração, que o viessem buscar mais tarde. Iabeshad jamais os abandonou. Ainda que os ameaçasse com a certeza de outros mundos, e deixasse no armazém de Bonifácio larvas que se reproduziam sob forma de bússolas, relógios, candelabros, alfinete com pérola nutrida em profundidade superior a mil metros.

Magnólia ressentia-se que não voltasse o marido à casa, elegendo o barco como moradia. Eucarístico não se deixava convencer, enfraquecia-lhe os argumentos com o silêncio. Há muito com gestos afirmara que o verbo, além de borrar-se com tinta negra, azul, rosa, enunciava-se e já passava a não existir, qualquer rede o filtrava, que não mais lhe apresentassem o presumível rosto e o seu febril vaso sanguíneo.

– Ao menos aceite a comida, disse Magnólia. E buscou saber se se oporia a que ele e os filhos aos domingos trouxessem até ele pastelões, galinha assada, outras guloseimas, como se fosse verbena. Eucarístico aceitaria breves visitas, o tempo apenas de destrincharem assados, comê-los com avidez, e logo se despedirem. A cupidez da visita se restringiria ao alimento, e rápida inquirição visual.

Nos domingos que se seguiram, instalavam-se em torno do barco, pois proibira-lhes Eucarístico que subissem nele, a seu juízo a embarcação não havia atracado. Vestiam-se mulher e filhos com os melhores trajes, ainda se arriscando a manchá-los de gordura. A princípio, consideravam o barco um objeto de cerimônia, a que prestavam discretas reverências, evitavam passar perto, ainda que para isto contornassem as árvores que sobraram. No entanto, bastaram aos filhos um único olhar e o primeiro domingo de todos que se seguiram, para se saciarem, uma vez que não voltaram a contemplá-lo novamente.

– Insensíveis, disse Hermengarda, sabendo das visitas.

Ansioso em terminar o barco, Eucarístico trabalhava o dia inteiro. Havia por toda parte promessas de festejarem com aparatos luminosos, balões, batata assada o lançamento do barco nas águas do Alvarado. Um rio que, segundo Rectus alisando revistas poeirentas, devia seu batismo a um estrangeiro precisamente castelhano, que carregava no r e no j, daí a sua ascendência altiva. Respaldado encarregou-se de apontar no caderno a data prevista para o término do trabalho. Urgia respeito a um calendário, ainda que povoado de santos e outras festas, se pretendiam de verdade dar um toque de excepcionalidade àquele veleiro.

Eucarístico recusou-se a descrever-lhe planos que dependiam de inventiva e contínuos reparos, buscava atrair a eternidade com o único propósito de acertar com perfeição a curva final da proa. Não compreendia que precisamente as criaturas que ainda lidavam com carne crua, selvagem pois, viessem investigar a que exata hora diria ele adeus à paixão, que era toda a sua vida. Com gesto em direção ao sol transmitiu-lhe a certeza de que antes de dar por terminada obra que se conciliava com ventos e águas bravias, fatalmente ele se consumiria.

Respaldo desculpou-se. Não lhe permitiria a educação primária aprender a lidar com um artista, ou respeitar ditames do que se chamava obra de arte.

– E não é artístico o que lida com água e o tempo simultaneamente? Em Santíssimo, a contagem de horas não era regressiva, mas muito pouco avançava no futuro. De modo que podiam bem aguardar, assim como as águas do Alvarado. A envergadura da nave o comovia, em tudo se semelhava à baleia que Rectus lhe descrevera após a surpreender em sonho.

– Se a arca de Deus jamais se terminou de construir, menos ainda o barco do homem, disse Eucarístico.

Próstatis reagiu com candura. Pela primeira vez não o viam aos gritos registrar os episódios de Santíssimo. Como se o tivessem conhecido de natureza amena.

– Temo que o tenhamos perdido para sempre, disse apenas.

Hermengarda recusava a divulgação daquela verdade. Sorria mais que todos. Procurou esconder-se pelos jardins, para Filomena não lhe surpreender a mágoa tendendo a aumentar no coração, se afinal se confirmasse a versão de que Eucarístico abandonara a terra para sempre.Conformara-se em perdê-lo para Magnólia, por compreender que não se teria cumprido com ela seu intenso destino manual. Eucarístico chegou a afirmar-lhe que o amor o confundia. Jamais viria a amá-la com a sofreguidão que lhe exigia Hermengarda, e ao mesmo tempo fazer da madeira o registro do seu tumulto interior. A princípio, Hermengarda reagiu, partindo para a desforra. Olhava-o no rosto com desprezo, ofertava-lhe alimentos machucados pelo garfo, e não lhe poupou palavras amargas. Como poderia compreender divisões desta espécie, que para o cumprimento de uma vocação devesse Eucarístico abster-se da atividade amorosa. O convite que ele lhe fez foi delicado, em sua companhia visitaria o centro da terra. Indicando a mais veneranda árvore de Santíssimo, passou os braços em torno da cintura nodosa, de olhos fechados parecia gozar. Hermengarda recusava acreditar no que via.

– Acaso eu sentiria o mesmo com você? disse ele.

Apesar da dor, Hermengarda o acompanhou à igreja, para unir-se a outra. Magnólia o aceitou sabendo que Hermengarda o perseguiria ao longo da vida. Sem precisar estar próxima, para se prolongar a sombra que havia ela derramado sobre ele, antes do casamento, como sopa escaldante, e as queimaduras ficaram na pele. Mesmo cozinhando para Ofélia, o trabalho diário de engordar a sobrinha, Hermengarda sentia-se com direito a amá-lo.

– Enquanto ele for mestre e devotar-se à madeira, eu o saberei meu para sempre.

Quando lhe comunicavam nos primeiros anos o nascimento de mais um filho de Eucarístico e Magnólia, uma soberana incredulidade surgia-lhe no rosto. Jamais aceitou verdade tão absurda, ainda que visse à distância a barriga de Magnólia dilatar-se, e os filhos crescerem. A única ameaça ao amor, sua grata memória, era Euicarístico apegar-se ao barco dispensando outra madeira em que trabalhar com igual fervor. Trepidava-lhe o coração, não lhe secavam as lágrimas no rosto. Ao contrário de Filomena, Hermengarda era menos tépida, menos magra, muito mais alta.
(…).

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Fonte: Piñon, Nélida. Tebas do meu coração. Rio de Janeiro: J. Olympio, 1974. p. 7-11.