Autor: José Candido de Carvalho
Título: O Coronel e o Lobisomen, El Coronel y el Lobison
Idiomas: port, esp
Tradutor: Haydée M. Jofre Barroso(esp)
Data: 28/12/2004
I
José Candido de Carvalho
Para bien decir, soy Ponciano de Azeredo Furtado, coronel de grado militar, de lo que tengo honra y hago alarde. Heredé de mi abuelo Simeão tierras de muchas medidas, ganado del más gordo, pasto del más fino. Leo a primera vista y hasta poseo unos latines, que arañé en tiempos verdes de mi infancia, con unos curas-maestros a diez centavos por mes. Digo, modestia aparte, que ya discutí y largué por el suelo de los Tribunales a más de un doctor diplomado. Pero de eso no hago gloria, pues soy sujeto lavado de vanidad, mimoso en el trato, de palabra educada. Ya murió aquella época en que Ponciano mandaba saber en los desiertos si había un caso de lobisón para curar o pronta justicia para administrar. Sólo de un derecho no abrí mano en todos esos años de pasto y viento: el de hablar alto, sin freno en los dientes, sin medir consideración, ya fuera en compartimientos del gobierno o en sala de magistrado. Trato a las partes blandamente, con gesto de muchacha. Si no recibo cortesías de igual porte, abro el pecho:
– Dígame, hijo de yegua, ¿quién se piensa que es?
En los corrales de Sobradinho, debajo del capote de mi abuelo, pasé los años de infancia, porque padre y madre perdí en el gusto de la primera leche. Como fuese dado a hacer travesuras, y además desabusado de boca, allá por un invierno de los antiguos, Simeão se rascó la cabeza y decidió que el nieto debería ser doctor en leyes.
– Este chico tiene todos los síntomas de la gente de la política. Es fantasioso y charlatán.
Entonces, para perfeccionar tales inclinaciones de nacimiento, caí en las garras de la prima Sinhá Azeredo, parienta encallada en las estanterías, toda vez que no tuvo destino de casamiento por ser flaquita y devotísima. Vivía en lugar de lluvia, un agujero de lechuza llamado Sossego, donde sólo daban señal de presencia los bichos de plumas. De noche, era una algazara de lobisones, gritos de lechuza, ala de caburé, fuera de otros atrasos de los desiertos. Metida en los libros de devoción, Sinhá Azeredo no tenía otra aptitud que enseñar al pariente su sabiduría ligada a los ángeles del cielo. Salía de la prima un olor a vela, cierto hálito de cosa de oratorio. A la tardecita, desaparecía en el cuarto de las devociones mientras yo quedaba deletreando la cartilla. Sinhá conocia toda la raza de vientos y para cortar las maldades y miasmas de ellos poseía rezos de la mayor fuerza. Por mal de mis pecados, lo que la prima más apreciaba eran las conversaciones de fantasmas, de niños herejes que.morían sin el beneficio del agua bendita, o de herejes calentados en hogueras de frailes. Se relamía los labios de cera y amenazaba:
– ¿Niño sin religión acaba en el fuego de los herejes!
Mis días en el Sossego terminaron cuando fue cogido en delito de “sinvergüenzismo” en un campo de plantas de “pitangueiras”. La “pardavasquinha” (1) de esa intimidad de selva ganó docena y media de cachetazos y yo la recriminación capaz de hacer que un cura de piedra vertiera lágrimas. Simeão, hombre severo al máximo, vino del Sobradinho para aquilatar el grado de zafaduría del nieto. Llevé un buen tirón de orejas, fui comparado a los perros de los corrales y por dos días bien contados quedé encerrado en cuarto oscuro. Al cabo de esa justicia, mi abuelo decidió que yo debía tomar el rumbo de la ciudad.
– En mano de los padres yo corto los libertinajes de este atrevido.
Detrás de la falda de la prima Sinhá, una tarde, viajé hacia mi nuevo vivir. Corno era tiempo de lluvia, dormí entre el balancear del tren. Cuando me di cuenta de lo andado, ya la ciudad presentaba sus casas y una gentecita apresurada corría debajo de los paraguas. El hombrecito de los pasajes, aparecido en la porta del vagón, avisó:
– ¡Campos! ¡Campos dos Goitacazes!
Pasé años en el buen vivir de la Rua da Jaca, en chacra de frutales y casa abalcoaada. La prima en la devoción de los oratorios y yo en el vagabundeo, con engaños de que me esmeraba en el aprendizaje de las letras mientras lo que menos Ponciano hacía era aparecer por la escuela de .los sarcedotes. Pasaba semanas en travesuras de saltar muros detrás de los pájaros, “bicos-de-lacres” y “coleirinhos”. El abuelo Simeão, enterrado en el sin fin de los pastos, no podía seguir las diabluras del nieto. Cada mes, hasta en la época de las aguas, ponía pie en la Rua da Jaca. Sin guitarse las espuelas, venía a saber de mis adelantos en la enseñanza de los padres. Mostraba a Simeão las obligaciones de lectura. Él, débil de vista, balanceaba la cabeza y decía hojeando los libracos:
– Mucha instrucción, mucha instrucción.
En ese entonces yo estaba ya crecido con mis quince años, cuando una tos persistentelanzó en cama a prima Sinhá, sufrimiento del cual nunca tuvo manera de salir. Le dio por andar envuelta en abrigos, apenas con la nariz afuera. Adelgazó todavía más y en un agosto de lluvia se fue en alas de un viento persistente. Una quincena después, ya bien enterrada la pariente y mejor encomendada a misa de mucho altar, escuché su toser enfermizo en el cuarto del oratorio. Con el candelabro en la mano aparecí para saber, si fuese el caso, las necesidades de la fallecida. A lo mejor necesitaba una ceremonia más aparatosa, o un par de letanías para reforzar su bienestar en el cielo. Inguirí a la visión por dos veces, como manda la ley de esas ostentaciones de la noche:
– ¿Qué penar es éste, de fan tardías horas?
Al no recibir respuestas, regresé al gozo de los cobertores y dejé que continuara la tos. Rapidito la sucedido saltó las paredes y la vecindad quedó enterada de que Sinhá aparecía en el oratorio de los Azeredo Furtado, de la Rua da Jaca. Agregado ninguno, al par de la penitencia, tuve más ánimo para deambular pos los corredores pasada el Avemaría. Hasta que apareció la vieja Francisquinha, mandada desde los confines de Mata-Cavalo, la herencia de más pasto adentro de las de mi abuelo. No sé qué rezos de rebote presentó Francisquinha en el recinto de la aparición. De pronto, los lamentos perdieron fuerza y la penitencia dejó de existir, hasta en noche oscura de día viernes. Yo, que pierdo la cabeza por una jugarreta maliciosa, siempre recordaba, frente a una tos, que Francisquinha poseía un remedy de gran valor para molestias de pecho:
– Es un buen trio. Mucho mejor que poción de médico recibido.
Simeão dio todo el poder de mando a Francisquinha, negra de confianza, venida de los tiempos medio desdibujados de mi abuelo juvenil. Dígoles que esa amistad funcionaba a contento. La vieja sabía dar órdenes en la cocina, y gobernar sala y salitas. Vivía en medio de una banda de negritas y ahijadas. Conocedora de mi fama de loco por piernas de muchacha, al sonar las nueve horas las trancaba a todas en los lugares más protegidos. Lacraba las puertas con esta severísima. recomendación:
– ¿Cuidado con el chico!
El chico era yo, muchachón con apariencia de palmera, alto, ancho de brazo, largo de pierna, conocido de los tumultos y mujeronas de la Rua das Cabeças, tanto que cursaba el grado de alférez por imposición de mi abuelo, que deseaba ablandar mi genio levantisco:
– En la tropa de línea él va a perder los atrevimientos, y a tomar aire de gente.
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Fonte: Carvalho, José Cândido. El coronel y el lobisón. Traducción de Haydée M. Jofre Barroso. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1976. p. 31-4.