NOVELAS NADA EXEMPLARES


Autor: Dalton Trevisan
Título: NOVELAS NADA EXEMPLARES, NOVELAS NADA EJEMPLARES
Idiomas: port, esp
Tradutor:
Data: 28/12/2004

NOVELAS NADA EJEMPLARES

Idilio

Dalton Trevisan

Doblando la esquina, en la primera sombra del árbol, los dos se besaban. Cecilia tenía la punta de los cabellos todavía mojados. Enfermera, trabajaba en el hospital, hasta las seis. Enseguida se daba una ducha, cenaba y corría a encontrarlo en la esquina. Algunas veces olía a toalla húmeda. Salpicaba de perfume las orejas y Pablo las besaba con tanta ansiedad que por poco no se tragó un aro de perla falsa. Se quedaban en la calla hasta las diez, cuando era cerrado el portón.
En las callejas oscuras, apoyados en la pared, se besaban. Fue él quien le enseñó. Su boca era pequeña y dócil. Aprendió a abrirla, a descubrir lentamente los dientes, a cosquillear la lengua dentro de la otra boca. Los labios, todavía mansos, ya eran sedientos. Ella tenía un dientecito saliente y, si el beso era de mucho amor, salía una gota de sangre.
Iban de una a otra sombra (¿cuál sería el nombre de aquellos árboles tan oscuros?) y en cada una se besaban. No se daban las manos entre dos árboles, ella nunca lo tomó del brazo. Sin rumbo cruzaban apresurados las calles iluminadas.
Se veían una vez por semana, en su día franco del hospital. Con sandalias, el día entero ella asistía a los enfermos y, de las siete a las diez de la noche, lo acompañaba de taco alto. El muchacho la esperaba en la esquina: era ágil, a pesar de la gordura, y en los últimos pasos corría a su encuentro.
Cuando llovía, ella cerraba su paraguas, acurrucados bajo el de Pablo. Vagaban entre las sombras, sin poder apoyarse a las paredes. Apenas asegurado, el paraguas los descubría a cada beso.
Eran encuentros nocturnos y, seis meses después, al verla por casualidad una tarde en la calle, la encontró más vieja de lo que suponía y más gorda. Se espantó de los dedos lívidos, pues no tomaba sol, encerrada en el hospital. En su rostro pálido descubrió leve mancha de bozo. De noche, a la sombra del árbol, volvió a quererla, en el dientecito un enjambre de besos trabajaba la miel.
Había peligro en las calles. Se encendía la ventana y una bruja con bigudíes, gritaba si no tenían vergüenza. Si era un hombre, no encendía la luz, se quedaba espiando bien quieto. Los nidos a lo largo de los muros eran disputados por otras pajeras. Y a la hora del cine pasaba gente.
Se dejaban estar en mitad de la cuadra, cada uno vigilando una de las esquinas. A los pasos de alguien se separaban. Ella se arreglaba los cabellos. Pablo metía las manos en el bolsillo. Los otros se acercaban despacio, mirándolos mucho. Cecilia bajaba el rostro. Él hablaba, la única vez que hablaba.
Ah, ¿y los focos de los automóviles? Entonces él le escondía el rostro en la sombra. A veces, algún espía surgía en la esquina, se veían obligados a ir a otra calle. No se podían sentar en los bancos de la plaza, debido a los vagabundos; además de eso estaban los vigilantes.
El tema, cuando pasaba alguien, era el cielo. “Esta noche no tiene estrellas”, decía la muchacha. Él miraba el cielo encendido de ventanas. Fue así como descubrió la miopía de Cecilia. Para ella no existía más que la luna en el cielo.
Ciertas noches erraban más de una hora hasta poder cambiar el primer beso. Contra el muro la tomaba con tal furia, que ella gemía y, al separarse, tenía que asegurarla con el brazo, de atontada que estaba. Podía besarle la boca, la nariz, los ojos, menos la oreja, donde sentía cosquillas.
Pasaron meses, un año tal vez. Pablo comenzó a discutir con ella, porque decía que no. Cecilia lloraba y, al olvidarse el pañuelo, él no le prestaba el suyo; la muchacha debía enjugar las lágrimas en la manga del saquito. Pablo estuvo más de una noche entera sin tocarla, los dos caminando sin descanso debajo de los árboles.
Una noche sucedió.
-Ahora tienes que casarte – dijo ella -. Tienes que casarte.
Cecilia le puso por primera vez la mano en el brazo.
-Por favor – pidió ella -. No puedo andar ligero.
-¿Estás mejor? – acudió él, sin mirarla.
-Estoy. Barbaridad, fue un dolor…
Pablo observó las dos sombras en el suelo. Una, era un albatros salvaje de la noche, abriendo las alas en la gloria de emprender vuelo. La otra, gorda y grávida, era una tetera.

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Fonte: TREVISAN, Dalton. Idilio. In: Novelas nada ejemplares. Caracas: Monte Avila, 1969. p. 83-6.

 

NOVELAS NADA EXEMPLARES

Idílio


Dalton Trevisan

Dobrando a esquina, na primeira sombra de árvore os dois se beijavam. Cecília tinha a ponta dos cabelos ainda molhados. Enfermeira, lidava no hospital até às seis horas. Banho de chuveiro, jantava e corria ao seu encontro. Às vezes trescalava a toalha úmida. Paulo a beijava com tanta aflição, por pouco engoliu o brinco de pérola falsa. Na rua até às dez horas, fechado o portão.
Ruazinha escura, encostados ao muro, beijavam-se. Ele a ensinou: boca pequena e dócil, a descerrar os dentes, a titilar a língua. Um dentinho saliente e, se o beijo de muito amor, saía gota de sangue.
De uma a outra sombra (qual o nome daquela árvore tão negra?), em cada uma se beijavam. Não se davam as mãos entre duas árvores, nunca ela lhe pegou no braço. Sem rumo, cruzavam apressados as ruas iluminadas.
Viam-se uma vez por semana, dia de folga do hospital. Em sandálias o dia inteiro, assistia os doentes e, das sete às dez da noite, acompanhava-o de salto alto. O moço esperava na esquina: ligeira, apesar de gorda, nos últimos passos corria ofegante.
Quando chovia, ela fechava a sombrinha, conchegados sob o guarda-chuva de Paulo. Rodavam entre as sombras, sem poder encostar-se às paredes. Mal seguro, o guarda-chuva os descobria a cada beijo.
Encontros noturnos e, seis meses depois, ao vê-la uma tarde na rua, achou-a mais velha e mais gorda. Espantou-se dos dedos lívidos, não tomava sol, fechada no hospital. No branco rosto leve mancha de buço. De noite, à sombra da árvore, voltou a ser querida, no dentinho um vespeiro de beijos trabalhava o mel.
Bastante perigo nas ruas. Acendia-se a janela, uma bruxa de papelotes bradava se não tinham vergonha. Velho, não acendia a luz, espiando bem quieto. Os nichos ao longo dos muros disputados por outros casais. Hora do cinema, passava gente.
No meio do quarteirão, cada um vigiando uma das esquinas. Passos ao longe, separavam-se. Ela arrumava os cabelos. Paulo enfiava a mão no bolso. Os outros chegavam-se devagar, olhando muito. Cecília baixava o rosto. Ele falava – a única vez que
falava.
Ah, e os faróis dos carros? Então escondia-lhe o rosto na sombra. Algum espião surgia na esquina, obrigados a sair para outra rua. Impossíveis os bancos de praça, por causa dos vagabundos; além do mais, os malditos guardiões.
O assunto, quando passava alguém, era o céu. “Esta noite não tem estrela” – dizia a moça. Ele olhava o céu aceso de janelas. Assim descobriu a miopia de Cecília. Para ela no céu não mais que a lua.
Certas noites erravam mais de uma hora até o primeiro beijo. Contra o muro a agarrava com tal fúria, que ela gemia e, ao separarem-se, tinha de segurá-la pelo braço, bem tonta. Podia beijar-lhe a boca, o nariz, os olhos, menos a orelha, cócega demais.
Passaram-se meses, um ano quem sabe. Paulo começou a brigar com ela, só dizia não. Cecília chorava e, ao esquecer o lenço, ele não emprestava o seu: devia enxugar as lágrimas na manga do casaquinho. Mais de uma noite inteira sem tocá-la, os dois marchando sem descanso debaixo das árvores.
Aconteceu uma noite.
– Agora tem de casar. Você tem de.
Primeira vez a mão pesou no braço.
– Por favor. Depressa não posso.
– Esta melhor?
– Puxa, foi uma dor…
Paulo reparou nas duas sombras. Uma, albatroz selvagem da noite, abrindo asas na g1ória de arremeter vôo. A outra, gorda e grávida, um bule de chá.

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Fonte: TREVISAN, Dalton. Idílio. In: Novelas nada exemplares. 4ª. ed. Rio de Janeiro: Civilização Brasileira, 1975. p. 66-8.