Autor: Jorge Amado
Título: Gabriela, Cravo e Canela, Gabriela, clavo y canela
Idiomas: port, esp
Tradutor: Haydée Jofré Barroso(esp)
Data: 28/12/2004
El Doctor no era doctor, y el Capitán no era capitán. Como la mayor parte de los “coroneles” no eran coroneles. Pocos, en realidad, eran los terratenientes que en los comienzos de la República y del cultivo del cacao, habían alcanzado el grado de Coronel de la Guardia Nacional. Pero quedó la costumbre: dueño de plantaciones de más de mil arrobas, pasaba normalmente a usar y recibir el título, que allí no significaba mando militar sino reconocimiento de la riqueza. Juan Fulgencio, a quien le gustaba reírse de las costumbres locales, decía que la mayoría de ellos eran “coroneles de jagunços”, ya que muchos de ellos habían estado envueltos en las luchas por la conquista de la tierra.
Entre las jóvenes generaciones hubo quien ni siquiera supiera el sonoro y noble nombre de Pelópidas de Assunção d’Avila, tanto habíanse acostumbrado a tratarlo respetuosamente de “doctor”. En cuanto a Miguel Bautista de Oliveira, hijo del finado Cazuzinha, que fuera Intendente durante el primer período de las luchas, que tuviera dinero pero que había muerto pobre, y cuya fama de bondad aún hoy es comentada por las viejas comadres, desde criatura fue llamado “capitán”, cuando, inquieto y atrevido, comandaba a los chiquillos de entonces.
Eran dos personalidades ilustres de la ciudad y, aunque viejos amigos, entre ellos se dividía la población, indecisa en resolver cuál de los dos era el mayor y más arrebatador orador local. Dejando de lado al doctor Ezequiel Prado, invencible en el tribunal.
En las fiestas nacionales — el 7 de setiembre, el 15 de noviembre, o el 13 de mayo — , en las fiestas de fin de año, o de Año Nuevo con “reisado”, pesebre y “bumba-meu-boi”, en ocasión de la llegada a Ilhéus de literatos de la capital del Estado, la población se regocijaba y una vez más se dividía ante la oratoria del Doctor y del Capitán.
Nunca havíase alcanzado la unanimidad en esa disputa, prolongada através de los años. Prefiriendo unos las altisonantes frases del Capitán, donde los adjetivos grandiosos sucedíanse en impetuosa cabalgata y algunos temblores en la voz ronca provocaban delirantes aplausos; prefiriendo otros los largos períodos rebuscados del Doctor, la erudición trasluciendo en los nombres citados abundantemente, en la adjetivación difícil en que brillaban como joyas raras, ciertas palabras, tan clássicas, que apenas unos pocos conocían su verdadero significado.
Hasta las hermanas Dos Reis, tan unidas en todo lo restante de la vida, en este caso dividían sus opiniones. La debilucha y nerviosa Florita, se exaltaba con las arrogancias verbales del Capitán, con sus “rútilas auroras de la libertad”, deleitábase con los trémulos de voz al final de las frases, que vibraban en el aire. Quinquina, la gorda y alegre Quinquina, prefería el saber del Doctor, aquellas vetustas palabras, esa su manera patética de clamar con el dedo en alto: “¡Pueblo, oh mi pueblo!” De regreso de las reuniones cívicas en la Intendencia o en la plaza pública, las dos discutían, como lo hacía toda la ciudad incapaz de decidirse.
— No entiendo nada, pero es tan bonito… –concluía Quinquina, votando por el Doctor.
— Hasta me corre un frío por la columna cuando él habla –decía Florita votando por el Capitán.
Memorables días aquellos en que, en el palco de la Plaza de la Matriz de San Jorge, ornamentado con flores, el Capitán y el Doctor alternábanse en la palabra, uno como orador oficial de la Euterpe 13 de Mayo, el otro en nombre del Gremio Rui Barbosa, organización literario-charadística de la ciudad. Desaparecían todos los otros oradores (aun el profesor Josué, cuya verborrea lírica tenía su público de chiquillas del colegio de monjas), y se hacía el silencio de las grandes ocasiones cuando avanzaba hacia el palco la figura morena e insinuante del Capitán, vestido impecablemente de blanco con una flor en la solapa, alfiler de rubí en la corbata y aire de ave de rapiña debido a la nariz larga y curvada; o bien la silueta delgada del Doctor, pequeñito y saltarín como gárrulo pajarito inquieto, vistiendo su eterna ropa negra, cuello alto y pechera almidonada, con el “pince-nez” unido a la chaqueta por una cinta, y los cabellos ya casi enteramente blancos.
— Hoy el Capitán parecía una catarata de elocuencia. ¡Qué palabreo tan bonito!
— Pero vacío. El Doctor, en cambio pone tuétano en todo lo que dice. ¡El hombre es un diccionario!
Solamente el doctor Ezequiel Prado podía hacerle competencia en las pocas ocasiones en que, ebrio hasta caerse, subía a otra tribuna, fuera del Tribunal. También él tenía sus incondicionales, y, en lo que se refiere a los debates jurídicos, la opinión pública era unánime: no había quien se le comparase.
Pelópidas de Assunção d’Avila, descendía de unos Avila, hidalgos portugueses establecidos en Ilhéus en tiempos de las capitanías. Por lo menos así lo afirmaba el doctor, diciendo que se basaba en documentos de familia. Opinión digna de considerarse; ¡la de un historiador!
Descendiente de esos célebres Avila, cuyo solar habíase levantado entre Ilhéus y Olivença, hoy negras ruinas frente al mar, rodeadas de cocoteros, pero también de unos Assunção plebeyos y comerciantes, dígase en su homenaje, él rendía culto a la memoria de unos y de otros con el mismo exaltado fervor. Es claro que poco había que referir a los Assunção, mientras que la crónica de los Avila era rica en sucesos. Oscuro empleado nacional jubilado, el doctor vivía, sin embargo, perdido en un mundo de fantasías y de grandeza: la gloria antigua de los Avila y el glorioso presente de Ilhéus. Sobre los Avila, sus hechos y su prosapia, estaba él desde hacía muchos años escribiendo un libro voluminoso y definitivo. Era ardoroso propagandista y colaborador voluntario del progreso de Ilhéus.
Un Avila colateral y arruinado había sido el padre de Pelópidas. De la familia noble apenas si había heredado el nombre y el aristocrático hábito de no trabajar. No obstante, había sido el amor y no el interés, como entonces se dijera, lo que le llebara a casarse con una plebeya, hija del dueño de un próspero bazar de bagatelas. Tan próspero durante la vida del viejo Assunção que el nieto Pelópidas fue enviado a estudiar en la Facultad de Derecho de Río de Janeiro. Pero el viejo Assunção había muerto sin haber perdonado enteramente a su hija la torpeza de aquel casamiento noble, y el hidalgo, habiendo adquirido hábitos tan populares como el juego “de gamão”, y las peleas de gallos, fue comiéndose poco a poco el bazar, metro a metro los géneros, docena a docena las horquillas; pieza por pieza las cintas de colores. Y así había terminado la prosperidad de los Assunção luego de la grandeza de los Avila, dejando a Pelópidas en Río de Janeiro, sin recursos para continuar los estudios cuando andaba ya por el tercer año de la Facultad. Por entonces ya lo llamaban “doctor”, primero el abuelo y las empleadas de la casa, y luego los vecinos, cuando volvía a Ilhéus en vacaciones.
Amigos de su abuelo le consiguieron un pobre empleo en una oficina pública; dejó entonces los estudios pero permaneció en Río. Progresó en el empleo, pobre progreso sin embargo, por falta de protección de los grandes y de la útil sabiduría de la adulación. Treinta años después se jubiló y volvió a Ilhéus para siempre, para dedicarse a “su obra”, el libro monumental sobre los Avila y el pasado de Ilhéus.
Libro que ya era, por sí mismo, casi una tradición. De él se hablaba desde los tiempos en que, cuando aún era estudiante, el doctor publicara en una revista carioca, de circulación limitada y vida reducida al primer número, un famoso artículo sobre los amores del Emperador Pedro II — en su imperial viaje al norte del país — con la virginal Ofenisia, una Avila romántica y linfática.
El artículo del joven estudiante hubiera quedado en completa oscuridad si, por uno de esos azares, la revista no hubiese caído en manos de un escritor moralista, conde papal y miembro de la Academia Brasileña de Letras. Admirador incondicional de las virtudes del monarca, el conde sintióse ofendido en su propio honor con aquella “insinuación depravada y anarquista”, que colocaba al “insigne varón” en la ridícula postura de suspirante, de huésped desleal que buscaba las miradas de la hija virtuosa de la familia cuya casa honraba con su visita. En virtuoso portugués del siglo XVI, el conde hizo polvo al audaz estudiante, adjudicándole intenciones y objetivos que Pelópidas jamás tuviera. Alborozóse el estudiante con la durísima respuesta, que era casi la consagración. Para el segundo número de la revista preparó un artículo, en portugués no menos clásico, y con argumentos irrebatibles en el que, basado en hechos y sobre todo en los versos del poeta Teodoro de Castro, destrozaba definitivamente las negativas del conde. La revista no siguió circulando y se quedó en su primer número. El diario donde el conde atacara a Pelópidas se negó a publicarle la respuesta y, a mucho costo resumió las dieciocho páginas del doctor a veinte líneas en un rincón de la página. Pero aún hoy el doctor se vanagloria de esa su “violenta polémica” con un miembro de la Academia Brasileña de Letras, nombre conocido en todo el país.
— Mi segundo artículo lo aplastó y lo redujo al silencio…
En los anales de la vida intelectual de Ilhéus, esa polémica es asidua y vanidosamente citada como prueba de la cultura de sus hijos, junto a la mención de honor obtenida por Ari Santos — actual presidente del Gremio Rui Barbosa, empleado en una casa exportadora — en el concurso de cuentos de una revista carioca y de los versos del ya citado Teodoro de Castro.
En lo que respecta a los amores clandestinos del Emperador y de Ofenisia, al parecer se redujeron a miradas, suspiros y juramentos murmurados. El imperial viajero, la conoció en Bahía, durante una fiesta, apasionándose por sus ojos desmayados. Y como habitaba en la residencia de los Avila, en la “Ladeira do Pelourinho”, un cierto padre Romualdo, latinista meritorio, más de una vez el Emperador apareció por allí, con el pretexto de visitar al sacerdote de tanto saber. En los adornados balcones de la casa, el monarca había suspirado en latín su inconfesado e imposible deseo por esa flor de los Avila. Ofenisia, excitada como una criada rondaba la sala en la que las barbas negras y sabias del Emperador cambiaban ciencia con el padre, bajo los ojos respetuosos e ignorantes de Luis Antonio d’Avila, su hermano y jefe de la familia. Es cierto que Ofenisia, después de la partida de su imperial enamorado, desencadenó una ofensiva destinada a obtener la mudanza de todos para la corte, pero fracasó ante la obstinada resistencia de Luis Antonio, guardián de la honra de la doncella y de la familia.
Ese Luis Antonio d’Avila, murió hecho coronel en la guerra del Paraguay, comandando hombres llevados de sus ingenios, en la retirada de Laguna. La romántica Ofenisia murió tísica y virgen en el solar de los Avila, nostálgica de las barbas reales. Y borracho murió el poeta Teodoro de Castro, el apasionado y maravilloso cantor de las gracias de Ofenisia, cuyos versos tuvieron cierta popularidad en la época, nombre hoy injustamente olvidado en las antologías nacionales.
Para Ofenisia había escrito sus versos más inspirados, exaltando en rimas ricas su frágil belleza enfermiza, suplicando su inaccesible amor. Versos aún hoy declamados por las alumnas del colegio de monjas, al son de la “Dalila”, en fiestas y saraos. El poeta Teodoro, temperamento trágico y bohemio, sin duda murió de lánguida nostalgia (¿quién irá a discutir esa verdad con el doctor?), diez años después de la salida por la puerta del solar en luto, del blanco ataúd donde iba el cuerpo macerado de Ofenisia. Murió en verdad ahogado en alcohol, en el alcohol entonces barato en Ilhéus, del ingenio de los Avila.
Material interesante no le faltaba al doctor, como se ve, para su inédito y ya famoso libro: los Avila de los ingenios de azúcar y alambiques de aguardiente, de centenas de esclavos, de tierras inabarcables, los Avila del solar de Olivença, de la mansión en la Ladeira do Pelourinho en la capital, los Avila de pantagruélico paladar, los Avila mantenedores de concubinas en la corte, los Avila de las bellas mujeres y de los hombres sin miedo, incluyendo hasta un Avila letrado. Además de Luis Antonio y de Ofenisia, otros se habían destacado, antes y después, como aquél que luchó en tierras bahianas, junto al abuelo de Castro Alves, contra las tropas portuguesas en las batallas de la Independencia, en 1823. Otro Jerónimo d’Avila, habiéndose dado a la política y derrotado en unas elecciones (fraguadas por él en Ilhéus, y realizadas fraudulentamente por los adversarios en el resto de la provincia), poniéndose al frente de sus hombres, después de arrasar caminos y saquear poblados, se había dirigido a la capital amenazando con deponer al gobierno. Intermediarios consiguieron la paz y compensaciones para el furibundo Avila. La decadencia de la familia acentuóse con Pedro d’Avila, de barbita rubia y alocado temperamento, que huyó abandonando el solar (el caserón de Bahía ya había sido vendido), los ingenios y los alambiques hipotecados y la familia en llantos, para seguir a una gitana de extraña belleza y — en el decir de la esposa inconsolable — de maléficos poderes. De ese Pedro d’Avila, consta que murió asesinado durante una pelea callejera, por otro amante de la gitana.
Todo esto formaba parte de un pasado olvidado por los ciudadanos de Ilhéus. Una nueva vida había comenzado con la aparición del cacao, lo de ayer ya no contaba: ingenios y alambiques, plantaciones de caña de azúcar y de café, leyendas e historias que narraban cómo los hombres lucharon entre ellos por la posesión de la tierra. Los cantores ciegos llevaban por las ferias, hasta las más distantes regiones solitarias, los nombres y los hechos de los hombres del cacao, junto con la fama de aquella región. Solamente el Doctor preocupábase con los Avila. Lo que, sin embargo, no dejaba de aumentar la consideración que le dispensaban en la ciudad. Aquellos rudos conquistadores de tierras, terratenientes de pocas letras, tenían un respeto casi humilde por el saber, por los hombres que escribían en los diarios y por aquellos que pronunciaban discursos.
¿Qué decir entonces de un hombre con tanta inteligencia y conocimiento, capaz de estar escribiendo o de haber escrito un libro? Porque tanto se había hablado de ese libro del Doctor, tanto se elogiaron sus cualidades, que muchos lo creían publicado desde hacía años, y ya incorporado definitivamente al acervo de la literatura nacional.
Fonte:AMADO, Jorge. Gabriela, clavo y canela. Traducción de Haydée Jofré Barroso. Barcelona: Seix Barral, 1985. p. 28-34.
O Doutor não era doutor, o Capitão não era capitão. Como a maior parte dos coronéis não eram coronéis. Poucos, em realidade, os fazendeiros que, nos começos da República e da lavoura do cacau, haviam adquirido patentes de coronel da Guarda Nacional. Ficara o costume: dono de roça de mais de mil arrobas passava normalmente a usar e receber o título que ali não implicava em mando militar e, sim, no reconhecimento da riqueza. João Fulgêncio, que amava rir dos costumes locais, dizia ser a maioria deles coronéis de jagunços, pois muitos se haviam envolvido nas lutas pela conquista da terra.
Entre as jovens gerações havia quem não soubesse sequer o sonoro e nobre nome de Pelópidas de Assunção d’Ávila, tanto se haviam acostumado a tratá-lo respeitosamente de Doutor. Quanto a Miguel Batista de Oliveira, filho do finado Cazuzinha, que fora intendente no começo das lutas, que tivera dinheiro e morrera pobre, cuja fama de bondade ainda hoje é comentada por velhas comadres, a Miguel chamaram-no de Capitão ainda criança, quando, irrequieto e atrevido, comandava os moleques de então.
Eram duas personalidades ilustres da cidade e, se bem velhos amigos, entre eles se dividia a população indecisa em resolver qual dos dois era o maior e mais empolgante orador local. Sem desfazer do dr. Ezequiel Prado, invencível no júri.
Nos feriados nacionais — o 7 de Setembro, o 15 de Novembro, o 13 de Maio —, nas festas do fim e do começo de ano com reisado, presépio e bumba-meu-boi, por ocasião da vinda a Ilhéus de literatos da capital do estado, a população se regalava e mais uma vez se dividia ante a oratória do Doutor e a do Capitão.
Jamais a unanimidade se obtivera nessa disputa prolongada através dos anos. Preferindo uns as altissonantes tiradas do Capitão, onde os adjetivos grandiosos sucediam-se em impetuosa cavalgada, uns trêmulos na voz rouca a provocarem delirantes aplausos; preferindo outros as longas frases rebuscadas do Doutor, a erudição transparecendo nos nomes citados em abundância, na adjetivação difícil, na qual brilhavam, como jóias raras, palavras tão clássicas que apenas uns poucos conheciam seu verdadeiro significado.
Até as irmãs Dos Reis, tão unidas em tudo o mais na vida, dividiam, no caso, suas opiniões. A franzina e nervosa Florzinha exaltava-se com os rompantes do Capitão, suas rútilas auroras da liberdade, deliciava-se com os trêmulos de voz nos fins de frase, vibrando no ar. Quinquina, a gorda e alegre Quinquina, preferia o saber do Doutor, aquelas vetustas palavras, aquela maneira patética como, de dedo em riste, ele clamava: — Povo, ó meu povo! Discutiam as duas, de volta das reuniões cívicas na intendência ou em praça pública, como discutia toda a cidade incapaz de decidir-se.
–Não entendo nada mas é tão bonito… — concluía Quinquina pelo Doutor.
–Sinto até um frio na espinha quando ele fala –decidia Florzinha pelo Capitão.
Memoráveis dias aqueles em que, no palanque da praça da Matriz de São Jorge, ornamentado de flores, o Capitão e o Doutor se sucediam com o verbo, um como orador oficial da Euterpe 13 de Maio, o outro em nome do Grêmio Rui Barbosa, organização lítero-charadística da cidade. Desapareciam todos os outros oradores (mesmo o professor Josué cujo palavreado lírico tinha seu público de mocinhas do colégio das freiras), fazia-se o silêncio das grandes ocasiões, quando avançava no palanque ou bem a figura morena e insinuante do Capitão, vestido de impecável roupa branca, uma flor na lapela, alfinete de rubi na gravata, ar de ave de rapina devido ao nariz crescido e curvo, ou bem a silhueta magra do Doutor, pequenino e saltitante, como gárrulo pássaro inquieto, trajando sua eterna roupa negra, colarinho alto e peitilho engomado, o pince-nez preso ao paletó por uma fita, os cabelos já quase inteiramente brancos.
— Hoje o Capitão parecia uma cachoeira de eloqüência –comentava. –Que palavreado bonito!
— Mas vazio. O Doutor, em compensação, tudo que ele diz tem tutano. O homem é um dicionário!
Só mesmo o dr. Ezequiel Prado podia lhes fazer concorrência nas raras vezes em que, quase sempre bêbado de cair, subia a outra tribuna fora do júri. Tinha ele também seus incondicionais, e, no que se refere aos debates jurídicos, a unanimidade da opinião pública: não havia quem se lhe comparasse.
Pelópidas de Assunção d’Ávila descendia de uns Ávilas, fidalgos portugueses estabelecidos nas bandas de Ilhéus ainda no tempo das capitanias. Pelo menos assim o afirmava o Doutor, dizendo-se baseado em documentos de família. Opinião ponderável, de historiador.
Descendente desses celebrados Ávilas, cujo solar elevara-se entre Ilhéus e Olivença, hoje negras ruínas ante o mar, cercadas de coqueiros, mas também de uns Assunção plebeus e comerciantes — diga-se em sua homenagem, ele cultuava a memória de uns e de outros com o mesmo fervor exaltado. É claro que pouco havia a contar sobre os Assunções, enquanto era rica de feitos a crônica dos Ávilas. Obscuro funcionário federal aposentado, vivia o Doutor, no entanto, em meio a um mundo de fantasias e de grandeza: a glória antiga dos Ávilas e o glorioso presente de Ilhéus. Sobre os Ávilas, seus feitos e sua prosápia, estava ele desde há muitos anos escrevendo um livro volumoso e definitivo. Do progresso de Ilhéus era ardoroso propagandista e voluntário colaborador.
Ávila colateral e arruinado fora o pai de Pelópidas. Da família nobre herdara apenas o nome e o aristocrático hábito de não trabalhar. Havia sido, porém, o amor, e não o vil interesse como então se propalara, que o levara a casar-se com uma plebéia Assunção, filha de um próspero bazar de miudezas. Tão próspero durante a vida do velho Assunção, que o neto Pelópidas fora mandado estudar na Faculdade de Direito do Rio de Janeiro. Mas o velho Assunção morrera sem ter ainda completamente perdoado à filha a burrice daquele casamento nobre, e o fidalgo, tendo adquirido hábitos populares como o jogo de gamão e a briga de galos, comera a pouco e pouco o bazar, a metro e metro de fazenda, a dúzia e dúzia de grampos, a peça e peça de fita colorida. Assim terminara a abastança dos Assunção após a grandeza dos Ávilas, deixando Pelópidas no Rio sem recursos para continuar os estudos, quando andava pelo terceiro ano da faculdade. Já então o chamavam de Doutor, primeiro o avô, as empregadas da casa, os vizinhos, quando vinha a Ilhéus de férias.
Amigos de seu avô arranjaram-lhe magro emprego numa repartição pública, deixou os estudos, ficou pelo Rio. Prosperou na repartição, miúdo prosperar, no entanto, falho da proteção dos grandes e da útil sabedoria da adulação. Trinta anos depois aposentou-se e voltou a Ilhéus para sempre, para dedicar-se à sua obra, o livro monumental sobre os Ávila e o passado de Ilhéus.
Livro que já era, ele próprio, quase uma tradição. Pois nele se falava desde os tempos quando, ainda estudante, o Doutor publicara numa revista carioca, de circulação limitada e vida reduzida ao primeiro número, famoso artigo sobre os amores do imperador Pedro II — por ocasião de sua imperial viagem ao norte do país — e da virginal Ofenísia, Ávila romântica e linfática.
O artigo do jovem estudante passaria em completa obscuridade se, por um desses acasos, não houvesse a revista caído em mãos de escritor moralista, conde papalino e membro da Academia Brasileira de Letras. Admirador incondicional das virtudes do monarca, sentiu-se o conde ofendido em sua própria honra com aquela insinuação depravada e anarquista a colocar o insigne varão na postura ridícula de suspirante, de hóspede desleal a buscar os olhares da filha virtuosa da família cuja casa ilustrava com sua visita. Descompôs o conde, em vigoroso português quinhentista, o audacioso estudante, emprestando-lhe intenções e objetivos que Pelópidas jamais tivera. Alvoroçou-se o estudante coma ríspida resposta, era quase a consagração. Para o segundo número da revista preparou um artigo, em português não menos clássico e com argumentos irrespondíveis, no qual, baseado em fatos e sobretudo nos versos do poeta Teodoro de Castro, esmagava definitivamente as negativas do conde. A revista não voltou a circular, ficara no primeiro número. O jornal onde o conde atacara Pelópidas recusou-se a publicar-lhe a resposta, e, a muito custo, resumiu as dezoito laudas do Doutor a vinte linhas impressas, num canto da página. Mas ainda hoje o Doutor vangloria-se dessa sua violenta polêmica com um membro da Academia Brasileira de Letras, nome conhecido em todo o país.
— Meu segundo artigo o esmagou e o reduziu ao silêncio…
Nos anais da vida intelectual de Ilhéus essa polêmica é assídua e vaidosamente citada como prova da cultura ilheense, ao lado da menção honrosa obtida por Ari Santos — atual presidente do Grêmio Rui Barbosa, moço empregado numa casa exportadora — num concurso de contos de revista carioca, e dos versos do já citado Teodoro de Castro.
Quanto aos amores clandestinos do imperador e de Ofenísia, reduziram-se, ao que parece, a olhares, suspiros, juras murmuradas. O imperial viajante a teria conhecido na Bahia, numa festa, apaixonara-se por seus olhos de desmaio. E como habitava no sobrado dos Ávilas, na ladeira do Pelourinho, um certo padre Romualdo, latinista emérito, mais de uma vez o imperador por lá apareceu a pretexto de visitar sacerdote de tanto saber. Nos balcões rendilhados do sobradão, o monarca suspirara em latim inconfessado e impossível desejo por essa flor dos Ávilas. Ofenísia, numa excitação de mucama, rondava a sala onde as barbas negras e sábias do imperador trocavam ciência com o padre, sob as vistas respeitosas e ignorantes de Luiz Antônio d’Ávila, seu irmão e chefe da família. É certo ter Ofenísia, após a partida do imperial apaixonado, desencadeado uma ofensiva visando a mudarem-se todos para a corte, fracassando ante a obstinada resistência de Luiz Antônio, guardião da honra da donzela e da família.
Esse Luiz Antônio d’Ávila morrera coronel na guerra do Paraguai, chefiando homens levados de seus engenhos, na retirada da Laguna. A romântica Ofenísia morreu tísica e virgem, no solar dos Ávilas, saudosa das barbas reais. E bêbado morreu o poeta Teodoro de Castro, o apaixonado e mavioso cantor das graças de Ofenísia, cujos versos tiveram certa popularidade na época, nome hoje injustamente esquecido nas antologias nacionais.
Para Ofenísia escrevera seus versos mais catitas, exaltando em rimas ricas sua frágil beleza doentia, suplicando seu inacessível amor. Versos ainda hoje declamados pelas alunas do colégio das freiras, ao som da Dalila, em festas e saraus. O poeta Teodoro, temperamento trágico e boêmio, morreu sem dúvida de lânguida saudade (quem irá discutir com o Doutor essa verdade?), dez anos após a saída, pela porta do solar em luto, do caixão branco onde ia o corpo macerado de Ofenísia. Morreu afogado em álcool, no álcool então barato em Ilhéus, cachaça do engenho dos Ávilas.
Material interessante não faltava ao Doutor, como se vê, para seu inédito e já famoso livro: os Ávilas dos engenhos de açúcar e alambiques de cachaça, de centenas de escravos, de terras a nunca acabar, os Ávilas do solar em Olivença, do sobradão na ladeira do Pelourinho, na capital, os Ávilas de pantagruélico paladar, os Ávilas sustentando concubinas na corte, os Ávilas das belas mulheres e dos homens sem medo, incluindo até um Ávila letrado. Além de Luiz Antônio e de Ofenísia, outros haviam-se destacado, antes e depois, como aquele que lutou no Recôncavo, ao lado do avô de Castro Alves, contra as tropas portuguesas nas batalhas da Independência, em 1823. Outro, Jerônimo d’Ávila, dera-se à política, e, derrotado numas eleições, fraudadas por ele em Ilhéus, fraudadas pelos adversários no resto da Província, pusera-se à frente de seus homens, varrera estradas, saqueara povoados, marchara sobre a capital, ameaçando depor o governo. Intermediários obtiveram a paz e compensações para o Ávila colérico. A decadência da família acentuara-se com Pedro d’Ávila, de cavanhaque ruivo e aloucado temperamento, que fugira, abandonando o solar (o sobradão na Bahia já tinha sido vendido), os engenhos e os alambiques hipotecados, e a família em pranto, para servir uma cigana de estranha beleza e — no dizer da esposa inconsolável — de maléficos poderes. Desse Pedro d’Ávila constava haver terminado assassinado, numa briga de canto de rua, por outro amante da cigana.
Tudo isso fazia parte de um passado esquecido pelos cidadãos de Ilhéus. Uma nova vida começara com o aparecimento do cacau, o que acontecera antes não contava. Engenhos e alambiques, plantações de cana e de café, legendas e histórias, tudo havia desaparecido para sempre, cresciam agora as roças de cacau e as novas legendas e histórias narrando como os homens lutaram entre si pela posse da terra. Os cegos cantadores levavam pelas feiras, até o mais distante sertão, os nomes e os feitos dos homens do cacau, a fama daquela região. Só mesmo o Doutor se preocupava com os Ávilas. O que, no entanto, não deixava de aumentar a consideração que lhe dispensavam na cidade. Aqueles rudes conquistadores de terras, fazendeiros de poucas letras, tinham um respeito quase humilde pelo saber, pelos homens letrados que escreviam nos jornais e pronunciavam discursos.
Que dizer então de um homem, com tanta capacidade e conhecimento, capaz de estar escrevendo ou de ter escrito um livro? Porque tanto se falara nesse livro do Doutor, tanto se louvaram suas qualidades, que muitos o pensavam publicado há anos, há tempos definitivamente incorporado ao acervo da literatura nacional.
Fonte: AMADO, Jorge. Gabriela, cravo e canela. Ilustrações de Di Cavalcanti. 75ª ed.. Rio de Janeiro: Record, 1994. p. 22-26.