Cais da Sagração


Autor: Josué Montello
Título: Cais da Sagração, Muelle de la Consagración
Idiomas: port, esp
Tradutor: María José Crespo(esp)
Data: 29/12/2004

MUELLE DE LA CONSAGRACIÓN

Capítulo I

Josué Montello

Antes de alcanzar lo alto de la ladera Maestre Severino se paró jadeante, tratando de llenar su magro pecho con la brisa que venía de la playa; luego volvió a sentir que no podía respirar. Permaneció inmóvel con la mano derecha extendida sobre el corazón, ceño fruncido, fisonomía tensa, hasta que el aire, al momento, lentamente, volvió a llegarle a los pulmones.

Allá en lo alto, casi enfrente de la iglesia, se volvió a parar, todavía jadeante, esta vez para buscar entre las casas bajas del Largo da Matriz, el alero saliente del domicilio donde el Dr. Estévão habia reabierto su consultorio después de una temporada en São Luís.
– Es aquella de ventanas verdes con una placa junto a la puerta -la reconoció, poniéndose en camino.

Recibiendo de lleno el sol de la tarde que reverberaba en la arena suelta del suelo y bailaba en el polvo que el viento levantaba, sin la sombra de un árbol que le amainara el cruce, Maestre Severino repasó de refilón su noche en blanco, la cabeza apoyada en los ganchos de la red, los pies rozando la estera de paja, en el cuarto iluminado por la llama del candelero. Acostado sentía el pecho oprimido con una sensación de sofocación; con la cabeza levantada podía respirar mejor, y la sensación de ahogo sofocante, que a veces lo atormentaba durante el sueño agitado, parecía dispersarse sin que el aire le faltase del todo.

-Vé a consultar al doctor, hombre terco -le había dicho la Lourença, desde el cuarto contiguo, al levantarse para traerle una vez más el té de toronjil-. En dos segundos el doctor dará con el porqué de esa falta de aire que sientes.

Y él, llevándose a la boca el cigarrillo de paja, después de reprimir la carraspera crónica:

-Si el doctor diese con el porqué de las dolencias, el doctor no moriría.

De entrada, Maestre Severino atribuyó la disnea a la gripe mal curada de su último viaje. Pero la gripe se fue con su resto de tos convulsiva, y la opresión quedó, unos días más, otros menos, dándole frecuentemente la impresión de que iba a morir sofocado. Además, le venían mareos que lo obligaban a cerrar los ojos, sujetándose en los muebles o en las paredes, la vista nublada en un comienzo de vértigo.

-Siento la casa bailando, como el barco en alta mar -le confesó a Lourença en uno de esos accesos.

Después de un silencio, la vieja trató de calmar a su compañero, al verlo todavía lívido, intentando absorver el aire que se le escapaba.

– Es la fuerza de la costumbre, Maestre Severino. De tanto viajar, tu cuerpo piensa que está en el barco, cuando está en la tierra. Eso pasa.

Infelizmente no pasó. Las crisis se sucedían más a menudo, con sudores fríos, dolores en el pecho y sofocación. Cuando se espaciaban venían más fuertes, aturdiéndolo. Durante el día, distraído en su barco junto al depósito a la orilla del mar, Maestre Severino lo pasaba mejor. Era de noche, con la humedad de la playa que entraba en la casa por los tragaluces y rendijas y también por los huecos del tejado, cuando la opresión se repetía más intensa, más angustiante, sacándole el sueño, obligándolo a permanecer sentado con la boca entreabierta.

Como adquiriera con algún provecho en sus míseros años de prisión el hábito escapista de la lectura, tenía siempre a mano un viejo ejemplar, ya engrasado por el uso, y con el que también se distraía cuando la calma retornaba. Leía allí historias de viajes y naufragios, consultaba las tablas de las mareas, veía las fases de la luna, interesábase por la vida de los santos, hacía cálculos conjeturales con el calendario perpetuo. Casi siempre terminaba sumergido en el sueño con el almanaque sobre las piernas, sin haber disminuido la luz del candelero.

Por eso, le decía la Lourença:

-Tú, cuando no tienes sueño, pasas la vista por encima del libro y terminas por dormir; yo, como no sé leer, tengo que quedarme rezando, con la red de aquí para allá y de allá para acá, hasta que Dios Nuestro Señor me cierra los ojos despacito, como con pena de mí.

Ultimamente, sin embargo, no era para dormir que ella agarraba las cuentas de vidrio de su rosario. Se afligia cada vez más con las crisis repetidas de Maestre Severino ante el temor de una enfermedad grave, y trataba de recurrir a la protección divina, imaginando lo peor.

– Sí él me falta, ¿qué va a ser de mí, sola en este mundo con el Pedro que no es más que un chico? ¡Ah, Dios mío, no me dejes ahora atontada y sin saber para donde ir! Estoy ya vieja, sufrí mucho, apiádate de mí.

Y fue ella que, cuando la comadre Noca volvió de Alncântara, trajo de lejos a la curandera para bendecir al viejo barquero, con la esperanza de que la enfermedad no fuese más que un mal de ojo.

Muy alta y flaca, con su, infaltable baraja y el ramo de ruda que sacaba del fondo de una bolsa de cuero, la comadre Noca había bendecido al Maestre Severino siete veces seguidas, bajo la invocación de São Cipriano. Al fin, como las crisis volvió, y más fuerte, ella pasó a la galería, desparramó la baraja encima de la mesa, colocó las cartas en fila en silencio, una arruga vertical en el medio de la frente, y no tardó en reconocer:

– No es mal de ojo; es realmente una enfermedad, y seria. El compadre tiene que ir a ver al doctor, y cuanto antes.

Maestre Severino, aún con la mano sobre el pecho, levantó la voz decididamente:

– Ni me hable de eso, comadre. ¿Entonces, usted cree que yo, con setenta y seis años encima del lomo, voy a dejar que el doctor me haga desnudar y me manosee todo, para después sacarme mi dinero? No, señora: llegué a esta edad sin precisar ir al médico y he de morir sin pasar por ese vejamen.

La Lourença de allí en adelante, siempre más alarmada a cada nuevo acceso, comenzó a reñir con Maestre Severino, todas las veces que le faltaba el aire:

– Vete a ver al doctor. Si no quieres ir por ti, ve por mí y por tu nieto. ¿Qué te cuesta hacer lo que te pido? Vaya, no seas cabezón.

Maestre Severino dejó pasar una semana. La dolencia así como había venido de sorpresa podía también irse de sorpresa. ¿ Si él todavía tenía ánimo y fuerzas para salir mar afuera, al timón de su barco, porqué no tendría que estar bien? Estaría. Tendría que tener un poco más de paciencia. De pronto no sentiría nada más. ¿No había sucedido así con la punzada en la espalda, que lo atormentara por más de un mês, antes de la gripe?

– Dios lleva de este mundo a los que no tienen nada más que hacer aquí. Y mi tarea aún no há terminado -se dijo el viejo, en la mitad de la última noche en blanco, al enroscar un nuevo cigarrillo en el hueco de la mano.

Mientras que, en la mañana, al salir para su barco, había tenido la impresión depresiva de que había llegado realmente su hora. De sopetón sintió que el corazón se le contraía, como si dos manos de uñas afiladas lo aferraran ahogándole dentro del pecho. Se detuvo junto a la ventana de la sala mareado y sin respiración. Esperó um momento con la cabeza apoyada en la falleba, los ojos semicerrados, el sudor corriéndole por el rostro lívido. Le parecía que de la cintura para arriba le estaban arrancando las vísceras.

-Y ahora – llegó a decir.

Y como el aire le faltaba en una asfixia de ahogado, levantó la cabeza, torció impulsivamente el cerrojo de hierro de la falleba y rompió la ventana. Y fue entonces cuando dio con la mirada atónita de Pedro.

-Va a pasar, abuelo, va a pasar -le dijo el nieto con las cejas alzadas, compartiendo su desesperación.

Afortunadamente, a aquella hora en la larga calle de arena cubierta de sol matinal, pasaba solamente el viento húmedo levantando su nube de polvo. Pero el lanudo perro, que dormitaba en una acera de enfrente, irguió el hocico, de oído fino, al ruido de la ventana destrozada, y ladró al azar.

-Tome, abuelo. Tome, que va a pasar.

Y Maestre Severino, todavía atontado, la cara lavada de sudor, pudo al fin decirle al nieto, que se movía aturdido frente a él ofreciéndole la copa de agua:

-Ya está pasando, Pedro.

Con la mano extendida encima del pecho, la respiración entrecortada, se dejó caer en una silla, esperando que le volviesen las fuerzas, al mismo tiempo que la figura magra de la Lorença, con la taza de té en las manos trémulas, irrumpía por el vano de la puerta.

-Por el amor de Dios -le pidió la vieja al darle la taza- ve hoy al doctor.

Ahora, allí en el Largo da Matriz, era el recuerdo del mirar afligifo de Pedro que lo iba llevando a Maestre Severino a atravesar la plaza desierta bajo el sol de la tarde.

Al pasar frente a la puerta de la iglesia, a mitad de camino entre la escalinata del atrio y el crucero de piedra, vio salir de la nave del templo enjugándose la papada en un pañuelo grande y sucio, al inmenso Abdala, sin afeitar y con la cabellera despeinada. Antes de que le hablase fue el turco el que le preguntó pasándose el puñuelo por el cuello desabrochado:

-Maestre Severino, ¿cuándo es que sale su barco?

-A más tardar, el miércole de la semana que viene.

-Tal vez precise pedirle un favor -continuó Abdala, al pie de la escalinata-. Un gran favor, Maestre Severino. Un favor que no tiene precio. Recién acabo de disgustarme con el Padre Dourado. Me estoy dando cuenta de que tendré que recurrir a usted.

Maestre Severino disminuyó el paso intrigado, se detuvo en el borde de la acera. Sin embargo el outro, con el mismo pasito corto y nervioso, siempre enjugándose la papada, continuó su camino, dejando tras de sí esta vaga explicación que intrigó al viejo aún más:

-Cuestiones de familia, Maestre Severino. Las eternas cuestiones de familia. No quiera saber. Sólo yo sé lo que he sufrido.

Maestre Severino ya sobre la acera, acompañó al turco con los ojitos asombrados, lo vio casi rodar en el sol de la plaza, la gordura fofa danzando dentro de los pantalones flojos, los hombros caídos, la mano izquierda aferrando el pañuelo mojado. Al fin también le dio la espalda, camino de la acera estrecha del consultorio. Sin detenerse volvió nuevemente la cabeza, vio todavía una vez más, allá adelante, al gordo Abdala gesticulando: sonrió, se encogió de hombros, enderezó la mirada.

Frente a la puerta del consultorio, Maestre Severino hesitó intimidado, al ver sentados en un banco de madera a lo largo del extenso corredor que iba a la sala del doctor, a los pacientes que esperaban su turno para la consulta. ¿Sentarse también él allí? Se detuvo en el umbral de piedra y se puso a limpiar sus sandalias en el felpudo de hierro; palpó su bolsillo trasero en busca del cigarrillo y los fósforos, viendo que todas las miradas se habían vuelto en su dirección.

Un señor delgado, que ocupaba la extremidad del banco, cerca de la puerta, se arrimó hacia la izquierda dejándole espacio a su lado. Y en una voz fina que parecía ajustarse a su figura esquelética, invitó al viejo:

-Acérquese a los buenos, Maestre Severino. Espere su turno junto a mí. Déme ese placer.

Antes de responder, Maestre Severino volvió a restregar sus sandalias en el felpudo, ya con el cigarro en el borde de la boca, la vista baja, rojo, una sensación de calor subiéndole al rostro.

Encendió el cigarro, sopló la primera bocanada. Y sólo entonces fijó su mirada en el señor magro, que todavía no había abandonado del todo el gesto con que le ofrecía el lugar en la punta del banco:

-Agradecido, Mayor. Yo no vine “a consultarme”: sólo vine a hablar un momentito con el doctor. Como ya estoy casi de viaje, quiero saber si él desea alguna cosa de São Luís.

____

Fonte: Montello, Josué. Muelle de la consagración. Traducción de María José Crespo. Buenos Aires: Macondo Ediciones, 1979. Cap. 1. p. 25-29.

CAIS DA SAGRAÇÃO

Capítulo I

Josué Montello

Antes de alcançar o topo da ladeira Mestre Severino parou ofegante procurando encher o peito magro com a brisa que vinha da praia; logo voltou a sentir que não podia respirar. Permaneceu imóvel com a mão direita espalmada sobre o coração, sobrancelhas travadas, fisionomia tensa, até que o ar, aos poucos devagarinho, tornou a alcançar-lhe os pulmões.
Lá no alto, quase em frente à igreja, voltou a parar, ainda ofegante, desta vez para procurar, entre as casas baixas do Largo da Matriz, a meia-morada de beiral saliente onde o Dr. Estevão tinha reaberto o seu consultório, depois de uma temporada em São Luís.

– É aquela de janelas verdes, com uma placa junto da porta – reconheceu, dando de andar.

Recebendo em cheio o sol da tarde, que rebrilhava na areia solta do chão e bailava no pó que o vento levantava, sem a sombra de uma árvore para amenizar-lhe a travessia, Mestre Severino repassou de relance a sua noite em claro, a cabeça apoiada nos punhos da rede, os pés roçando a esteira de palha, no quarto iluminado pela chama do candeeiro. Deitado, sentia o peito oprimido, numa ânsia de sufocação; de cabeça levantada, podia respirar melhor, e a sensação sufocante de arrocho, que por vezes o atormentava durante o sono agitado, parecia espaçar-se, sem que o ar de todo lhe faltasse.

– Vá se consultar com o doutor, homem teimoso – tinha-lhe dito a Lourença, do quarto contíguo, ao levantar-se para lhe trazer mais uma vez o chá de erva-cidreira – Em dois tempos, o doutor dá um jeito nessa sua falta de ar.

E ele, levando à boca o cigarrinho de palha, depois de reprimir o pigarro renitente:

– Se doutor desse jeito em doença, doutor não morria.

De início, Mestre Severino atribuía a dispnéia à gripe mal curada de sua última viagem. Mas a gripe se fora, com seu resto de tosse convulsa, e a opressão ficara, uns dias menos, outros mais, dando-lhe freqüentemente a impressão de que ia morrer sufocado. Além do mais, vinham-lhe acessos de tontura, que o obrigavam a cerrar os olhos, amparando-se nos móveis ou nas paredes, a vista escura, num começo de vertigem.

– Sinto a casa jogando, como barco em alto mar – confessou ele à Lourença, num desses acessos.

Após um silêncio, a velha procurou acalmar o companheiro, vendo-o ainda lívido, a tentar sorver o ar que lhe fugia:

– É a força do costume, Mestre Severino. De tanto viajar, seu corpo pensa que está no barco quando está na terra. Isso passa.

Infelizmente não passara. As crises tinham-se amiudado, com suores frios, dores no peito, sufocação. Quando espaçavam, vinham mais fortes, atordoando-o. Durante o dia, distraído no seu barco junto ao trapiche, Mestre Severino passava melhor. Era de noite, com a umidade da praia a entrar na casa pelas frestas das portas e pelos vãos do telhado, que a opressão se repetia, mais intensa, mais angustiante, tirando-lhe o sono, obrigando-o a permanecer sentado, de boca entreaberta.

Como adquirira com algum proveito, nos seus arrastados anos de cadeia, o hábito evasivo da leitura, tinha sempre à mão um velho almanaque, já ensebado pelo uso, e com que também se distraía quando a calma lhe voltava. Lia ali histórias de viagens e naufrágios, consultava a tábua das marés, via as fases da lua, interessava-se pelas vidas de santos, fazia cálculos a esmo com o calendário perpétuo. Quase sempre terminava mergulhando no sono, com o almanaque em cima da perna, sem ter diminuído a luz do candeeiro.

Por isso, dizia-lhe a Lourença:

– Você, quando não tem sono, passa a vista por cima do livro, e acaba dormindo; eu, como não sei ler, tenho de ficar rezando, com a rede daqui pra lá e de lá pra cá, até Deus Nosso senhor me fechar os olhos devagarinho, com pena de mim.

Ultimamente, porém, não era para dormir que ela se agarrava às contas de vidro de seu terço. Afligia-se cada vês mais com as crises repetidas de Mestre Severino, no temor de uma doença grave, e tratava de recorrer à proteção divina, imaginando o pior.

– Se ele me falta, que é que vai ser de mim, sozinha neste mundo com o Pedro, que não passa de um menino? Ah, meus Deus, não deixe eu ficar no ora-veja, tonta, sem saber para onde me virar. Estou velha, já penei muito, tenha pena de mim.

E foi ela, assim que a Comadre Noca voltou de Alcântara, quem trouxe de longe a rezadeira para benzer o velho barqueiro, na esperança de que a doença dele não passasse de um mau-olhado.

Muito magra e alta, sempre munida de um baralho e um ramo de arruda, que retirava do fundo de uma bolsa de couro, a Comadre Noca tinha benzido o Mestre Severino sete vezes seguidas, sob a invocação de São Cipriano. Por fim, como a crise voltasse, e mais forte, ela passou à varanda, espalhou em cima da mesa o baralho, enfileirou as cartas, em silêncio, uma ruga vertical no meio da testa, e não tardou em reconhecer:

– Não é mau-olhado; pe doença mesmo, e braba. O Compadre tem que ir ao doutor o quanto antes.

Mestre Severino, ainda com a mão em cima do peito, arquejando, levantou a voz decidida:

– Nem me fale nisso, Comadre. Então a senhora acha que eu, com setenta e seis anos em cima do lombo, vou deixar que o doutor me ponha nu e me apalpa todo, para depois tomar meu dinheiro? Não senhora: cheguei a esta idade sem precisar de ir ao médico, hei de morrer sem passar por esse vexame.

A Lourença, daí em diante, sempre mais alarmada a cada novo acesso, passou a teimar com Mestre Severino, todas as vezes que o ar lhe faltava:

– Vá ao doutor. Se não quer ir por você, vá por mim e por seu neto. Que é que lhe custa atender meu pedido? Vá. Não seja cabeçudo.

Mestre Severino deixou passar uma semana. A doença, assim como viera de surpresa, de surpresa podia ir também. Se ele ainda tinha ânimo e força para sair barra a fora, no leme de seu barco, por que não haveria de ficar bom? Ficaria. Devia ter um pouco mais de paciência. De repente não sentiria mais nada. Não tinha sido assim com a pontada nas costas, que o atormentara por mais de mês, antes da gripe?

– Deus só leva deste mundo quem não tem mais o que fazer aqui. E a minha tarefa ainda não terminou – reconheceu o velho, em meio da última noite em claro, a enrolar um novo cigarrinho de palha na concha da mão.

No entanto, pela manhã, ao sair para o barco, tinha tido a impressão aflitiva de que havia chegado mesmo a sua hora. De supetão sentiu o coração contrair-se, como se duas mãos de unhas afiadas se fechassem sobre ele, sufocando-o dentro do peito. Parou junto à janela da sala, tonto, respiração suspensa. Demorou uns momentos com a cabeça junto à rótula, olhos semicerrados, o suor a lhe descer do rosto lívido. Parecia-lhe que suas vísceras, da cintura para cima, estavam sendo arrancadas.

– É agora – chegou a dizer.

E como o ar lhe faltasse, numa asfixia de afogado, levantou a cabeça, torceu impulsivamente o ferrolho da rótula, escancarou a janela. E foi então que deu com o olhar atônito do Pedro.

– Vai passar, vovô, vai passar – disse-lhe o neto, de sobrancelhas levantadas, compartindo o seu desespero.

Felizmente, àquela hora, na longa rua de areia coberta de sol matinal, só o vento úmido passava, levantando a sua nuvem de pó. Mas o cão felpudo, que dormitava numa calçada fronteira, ergueu o focinho, de orelhas fitas, ao ruído da janela escancarada, e latiu a esmo.

– Tome, vovô. Tome, que vai passar.

E Mestre Severino, ainda tonto, rosto lavado de suor, pôde afinal dizer ao neto, que se movia atarantado à sua frente a lhe oferecer o copo de água:

– Já está passando, Pedro.

Com a mão espalmada em cima do peito, a respiração curta e repetida, ele se deixou cair numa cadeira, à espera de que as forças lhe voltassem, ao mesmo tempo que a figura magra da Lourença, com a xícara de chá nas mãos trêmulas, irrompia pelo vão da porta.

– Pelo amor de Deus – pediu a velha, ao lhe dar a xícara – vá hoje ao doutor.

Agora, ali no Largo da Matriz, era ainda a lembrança do olhar aflito de Pedro que ia levando Mestre Severino a atravessar a praça deserta sob o sol da tarde.

Ao passar defronte da porta da igreja, a meio caminho entre a escadaria do adro e o cruzeiro de pedra, ele viu sair da nave, a enxugar a papada num grande lenço encardido, o imenso Abdala, a calça folgada presa pelos suspensórios, em mangas de camisa, barba por fazer, cabeleira despenteada. Antes que lhe faltasse, foi o turco que lhe perguntou, correndo o lenço pelo vão do colarinho desabotoado:

– Mestre Severino, quando é que sai seu barco?

– O mais tardar, terça-feira da semana que vem.

– Talvez eu precise de lhe pedir um favor – continuou o Abdala, já ao pé da escadaria – Um grande favor, Mestre Severino. Um favor que não tem preço. Agora mesmo me abri com o Padre Dourado. Estou vendo que terei de apelar para o senhor.

Mestre Severino, intrigado, diminuiu o passo, parou à borda da calçada. Porém o outro, no mesmo passinho curto e nervoso, sempre a enxugar a papada, continuou o seu caminho, deixando atrás de si explicação vaga, que intrigou ainda mais o velho:

– Questões de família, Mestre Severino. As eternas questões de família. Nem queira saber. Só eu sei o que tenho sofrido.

Mestre Severino, em cima da calçada, acompanhou o turco com os olhinhos espantados, viu-o rebolar ao sol da praça, a gordura fofa dançando dentro das calças frouxas, os ombros caídos, a mão esquerda amarfanhando o lenço molhado. Por fim, deu-lhe também as costas, a caminho da calçada estreita do consultório. Lá adiante, sem se deter, voltou novamente a cabeça, viu ainda uma vez o gordo Abdala gesticulando; sorriu, deu de ombros, endireitou o olhar.

Em frente à porta do consultório, Mestre Severino hesitou, intimidado, ao ver sentados num banco de pau, ao longo do corredor comprido que ia ter à sala do doutor, os doentes que esperavam a vez da consulta. Sentar-se ali, também ele? Parou na soleira de pedra, pôs-se a limpar as alpercatas no capacho de ferro, apalpou o bolso traseiro da calça em busca do cigarro e da caixa de fósforos, vendo que todos os olhares se tinham voltado em sua direção.

Um senhor magro, que ocupava a extremidade do banco perto da porta, arredou-se para a esquerda, abrindo espaço ao seu lado. E numa voz fina, que parecia ajustar-se à sua figura esquelética, convidou o velho:

– Chegue-se aos bons, Mestre Severino. Espere a sua vez aqui junto de mim. Me dê esse prazer.

Antes de responder, Mestre Severino tornou a esfregar as sandálias no capacho, já com o cigarro no canto da boca, vista baixa, vermelho, uma sensação de calor subindo-lhe ao rosto. Acendeu o cigarro, soprou a primeira fumaça. E só então firmou o olhar no senhor magro, que ainda não desfizera de todo o gesto com que lhe oferecia o lugar na ponta do banco:

– Obrigado, Seu Major. Eu não vim me consultar: só vim dar uma palavra rápida ao doutor. Como estou quase de viagem, quero saber se ele deseja alguma coisa de São Luís.

____

Fonte: Montello, Josué. Cais da sagração: romance. Rio de Janeiro: Nova Fronteira. 5ª edição, 1981. Cap. 1. p. 25-30.