A ESCRAVA ISAURA


Autor: Bernardo Guimarães
Título: A ESCRAVA ISAURA, ISAURA, LA ESCLAVA ISAURA
Idiomas: port, fra, esp
Tradutor: Claude Farny(fra), Julia Calzadilla(esp)
Data: 26/12/2004

LA ESCLAVA ISAURA

Capítulo I

Bernardo de Guimarães

Eran los primeros años del reinado de don Pedro II.

En el fértil y opulento municipio de Campos de Goitacases, en las orillas del Paraíba, a poca distancia de la villa de Campos, había una linda y magnífica hacienda.

Era un edificio de armoniosas proporciones, vasto y lujoso, situado en una apacible campiña en las faldas de elevadas colinas cubiertas de bosques en parte devastados por el hacha del labrador. En las lejanías que la rodeaban, la naturaleza se mostraba aún en toda su primitiva y selvática rudeza; pero cerca, en torno a la deliciosa vivienda, la mano del hombre había convertido la áspera selva que cubría el suelo, en jardines y vergeles placenteros, en fértiles pastizales, sombreados aqui y allá por árboles gigantescos, perobas, cedros y copaibas, que reflejaban el vigor de la antigua floresta. Ahí casi no se divisaba el muro, la cerca ni la valla; jardín, huerta, pomar, pastos y siembras vecinas eran divididos por densos y verdosos setos de bambúes, piteras, espinos y gravatás , que daban al conjunto el aspecto del más apacible y agradable vergel.

La casa estaba situada frente a las colinas. Se entraba en ella por un lindo pórtico todo cubierto de enredaderas, al cual se subía por una escalera de cantería de seis o seite peldaños. El fondo estaba ocupado por otros edificios aledaños, moradas de esclavos, patios, corrales y graneros, por detrás de los cuales se extendía el jardín, el huerto y un inmenso pomar que se perdía en las márgenes del gran río.

Era una linda y tranquila tarde de octubre. El sol aún no se había ocultado y parecía navegar en el horizonte suspenso sobre espirales de espuma de colores cambiantes orlados con hilos de oro. La brisa, saturada de balsámicos efluvios, sacudía su pereza a lo largo de las orillas, provocando sólo ligeros rumores en las copas de los árboles y haciendo susurrar levemente la cabellera de los cocoteros, que se miraban garbosos en las lúcidas y tranquilas aguas de la ribera.

Hacía buen tiempo; la vegetación, reanimada por moderadas lluvias, se mostraba fresca, tupida e frondosa, el agua del río, aún no enturbiada por las grandes crecidas, rodando con majestuosa lentitud, reflejaba en toda pureza los espléndidos colores del horizonte y el nítido verdor de las selváticas márgenes del río. Las aves, descansando del continuo volar por los pomares, prados y malezas vecinos, comenzaban a preludiar sus cantos.

La luz del sol poniente abrasaba de tal suerte los ventanales del edificio, que parecía devorado por las llamas de un incendio interior. Mientras, tanto en el interior como en los alrededores reinaba un profundo silencio, una perfecta tranquilidad. Bueyes robustos y rollizas novillas acostadas sobre la hierba, rumiaban tranquilamente a la sombra de altos troncos. Las aves domésticas chillaban alrededor de la casa, balaban las ovejas y mugian algunas vacas que iban por si solas en busca de los corrales; mas no se oía ni si divisaba voz ni figura humana. Parecía que allí no habitaba nadie. Sólo los ventanales abiertos de un
gran salón del frente y las hojas de la puerta de entrada, abiertas de par en par, denunciaban
que no todos los habitantes de aquella suntuosa propriedad se encontraban ausentes.

Gracias a ese casi silencio armonioso de la naturaleza se escuchaba claramente el sonido de un piano, unido a una voz de mujer, voz melodiosa, suave, apasionada, y de timbre más puro e suave que pueda imaginarse.

Como se emitía un poco ahogado, el canto tenía una vibración sonora, amplia y voluminosa, que revelaba una excelente y vigorosa organización vocal. El tono velado y melancólico de la cantiga parecía el gemido sofocado de un alma solitaria y sufridora.

Era ésa la única voz que quebraba el silencio de la vasta y tranquila vivienda. Por fuera, todo parecía escucharla en místico y profundo recogimiento. Las coplas que cantaba decían así:
Desde la cuna respirando
los aires de la esclavitud,
como semilla lanzada
en tierra de maldición,
la vida paso llorando
mi triste condición.
Mis brazos están presos,
a nadie puedo abrazar,
ni mis labios, ni mis ojos
pueden de amor hablar.
Dios me ha dado un corazón
solamente para penar.
Al aire libre de las campiñas
su perfume exhala la flor;
canta el viento en libertad
del bosque el alado cantor;
sólo para la pobre cautiva
no hay canciones, ni hay amor.
Cállate, pobre cautiva,
tus quejumbres crímenes son;
es una afrenta este canto,
que transmite tu aflicción.
La vida no te pertenece,
no es tuyo tu corazón.

Las notas sentidas y melodiosas de aquel cantar que escapa por las ventanas abiertas y resuena a los lejos, en derredor, dan ganas de conocer a la sirena que tan lindamente le entona. Si no es una sirena, solamente un ángel puede cantar así.

Subamos los peldaños que conducen al pórtico, todo adornado con exuberantes guirnaldas y lindas flores, que sirve de vestíbulo al edificio. Entremos sin ceremonia. A la derecha del pasillo encontramos abierta una ancha puerta, que da entrada a la sala de recepción, grande y lujosamente amueblada. Alli se encuentra sola, sentada al piano, una bella y noble figura de muchacha. Las líneas del perfil se dibujan nítidamente entre el ébano del piano y las espesas madejas más negras aún que él. Son tan puras y suaves esas líneas que fascinan los ojos, elevan la mente e inapiden todo análisis. La tez es como el marfil del teclado, blanca sin deslumbrar, teñida por un matiz delicado, que no podría decirse si es leve palidez o color de rosa desmayado. El gracioso cuello de la talla más pura, sustenta con garbo inefable el busto maravilloso. Los cabellos sueltos y fuertemente ondulados se despeñan caracoleando por los hombros en espesos y brillantes rizos, y como franjas negras esconden casi completamente el respaldar de la silla a la que se halla recostada. Sobre la frente tranquila y lisa como mármol pulido, la luz del ocaso se refleja con tonos rosáceos y suaves, como si fuera una misteriosa lámpara de alabastro que guarda en su seno diáfano el fuego celeste de la inspiración. Tenía el rostro vuelto hacia la ventana y la mirada vaga flotaba por el espacio.

Los atributos de la gentil cantora se veían también realzados por la sencillez, y diremos casi pobreza, del modesto vestuario. Un vestido de tela ordinaria azul claro le dibujaba perfectamente, con encantadora sencillez, el porte esbelto y la cintura delicada, y cayendo en rueda en amplias ondulaciones parecía una nube, de cuyo seno surgía la cantora como Venus naciendo de la espuma del mar o como un ángel surgiendo entre brumas vaporosas. Una pequeña cruz de azabache presa de su cuello con una cinta negra constituía su único ornamento.

Apenas terminado el canto, la muchacha permaneció un momento meditando, con los dedos sobre el teclado, como si escuchara los últimos ecos de su canción.

En tanto, habíase entreabierto sutilmente la cortina de muselina de una de las puertas interiores y un nuevo personaje penetraba en el salón. Era también una hermosa dama aún con la lozanía de la juventud, bonita, bien formada y elegante. La riqueza y el primoroso esmero del vestuario, el porte altivo y señoril, cierto balanceo afectado y lánguido de los movimientos dábanle ese aire presumido que acompaña a toda joven bonita y rica, incluso cuando está sola. Mas, contodo ese lujo y donaire de gran señora, su radiante belleza se veía por momentos eclipsada en presencia de las formas puras y correctas, de noble sencillez, y de los tan naturales y modestos ademanes de la cantora. Todavía Malvina era linda, encantadora, y a pesar de la vanidad de su hermosura y alta posición, toda la congénita bondad de su corazón se reflejaba en sus grandes y cariñosos ojos azules.

Malvina se aproximó en silencio y sin se sentida por la cantora, y, colocándose detrás de ella, esperó a que terminara la última copla.

—¡Isaura!… —dijo ella posando con cuidado su delicada mano sobre el hombro de la muchacha.

—¡Ah! ¿Es usted, señora? – respondió Isaura volviéndose sobresaltada —. No sabía que estaba ahí, escuchándome.

—¿Y eso qué importa?…, sigue cantando… ¡tienes una voz tan bonita!… Pero quisiera que cantaras otra cosa… ¿ Por qué te gusta tanto esa canción tan triste, que aprendiste no sé dónde?…

—Me gusta, porque la encuentro bonita y porque…, ¡ah!, no debo hablar.

—Habla, Isaura. ¿No te he dicho ya que no debes ocultarme nada ni temer nada de mí?

—Porque me hace recordar a mi madre, a quien yo no conocí, ¡pobrecita!… Pero si a la señora no le gusta esa canción, no la cantaré más.

—No, no me gusta que la cantes Isaura. Van a pensar que te maltratamos, que eres una esclava infeliz, víctima de señores bárbaros y crueles. Sin embargo, llevas aquí una vida que envidiaría mucha gente libre. Gozas de la estimación de tus amos. Te dieron una educación como no tuvieron muchas ricas e ilustres damas que yo conozco. Eres hermosa, y tienes un color tan lindo, que nadie diría que por tus venas corre una sola gota de sangre africana. Bien sabes cuánto, antes de morir, mi buena sogra te recomendaba a mí y a mi marido. Siempre respetaré las recomendaciones de aquella santa mujer y, como ves, soy más tu amiga que tu señora. ¡Oh, no!, no cabe en tu boca esa cantiga lastimera que tanto te gusta cantar. No quiero—continuó en tono de blanda reprensión -, no quiero que la cantes más, ¿me oíste, Isaura?… Si no, te cierro mi piano.

—Pero, señora, a pesar de todo eso, ¿qué soy yo sino una simple esclava? Esa educación que me dieron y esa belleza, que tanto me alaban, ¿de qué me sirven?…Son objetos de lujo colocados en la choza del africano. Y no por eso deja de ser lo que es: una morada de esclavos.

—¿Te quejas de tu suerte, Isaura?…

—Yo no, señora, no tengo motivo…; lo que quiero decir con esto es que, a pesar de todos eses dones y ventajas que me atribuyen, sé reconocer mi lugar.

—Vaya, ya sé lo que te aflige; tu canción bien lo dice. Bonita como eres, no puedes dejar de tener algún enamorado.

—¡Yo, señora!… No, no diga eso.

—Tú misma, ¿y eso qué importa?…; no te ofendas, ¿es alguna cosa del otro mundo? Vamos, confiesa, tienes un amante y por eso lamentas no haber nacido libre para poder amar al que te agradó y al que caíste en gracia, ¿no es así?…

—Perdómene, señora Malvina – replicó la esclava con una cándida sonrisa -. Usted se esquivoca, ¡estoy tal lejos de pensar en eso!

—¡Como lejos…! ¡No me engañas, mi muchachita!… Tú amas, y eres muy linda y bien dotada para sentirte inclinada hacia un esclavo. Al menos si fuera como tú… pero dudo que exista un esclavo así en el mundo. Una muchacha como tú, bien puede conquistar el amor de algún guapo mozo, y ésa es la causa del lamento de tu canción. Pero no te aflijas, Isaura mía; yo te prometo que mañana mismo obtendrás tu libertad. Deja que Leôncio llegue; es una vergüenza que una muchacha como tú se vea aún sometida a la condición de esclava.

—No diga eso, señora… Yo no pienso en amores y mucho menos en libertad. A veces me pongo triste por gusto, sin motivo ninguno…

—No importa. Soy yo quien quiero que seas libre, y vas a serlo.

En este punto la conversación fue cortada por un tropel de caballeros que llegaban y se apeaban a la entrada de la hacienda.

Malvina e Isaura corrieron a la ventana a ver quiénes eran.

____

Fonte: Guimarães, Bernardo. La esclava Isaura. Traduccion; Julia Calzadilla. Ciudad de la Habana [Cuba]: Editorial Arte y Literatura, 1985; 191 p.1-7.

NOTAS
Variedad de ananás (N. del T.) .

ISAURA

1

Bernardo Guimarães

Pendant les premières années du régne de Don Pedro, dans la riche et fertile région de Goitacases, au bord du fleuve Paraiba, s’étendait un magnifique domaine, situé non loin de l apetite ville de Campos.
Un imposant bâtiment aux formes harmonieuses se nichait dans une vaste plane cultivée, au pied de hautes collines boisées en partie défrichées par les bûcherons. Alentour, la nature conservait son aspect primitif et sauvage, mais à proximité de l’habitation la main de l’homme avait dompté la végétation trop luxuriante pour y modeler jardins et vergers, pelouses et riches pâturages. De loin en loin, quelques arbres – des manguiers gigantesques, des cèdres et des bananiers – ombrageaient le paysage et te moignaient encore de la vitalité de l’ancienne forêt. C’est à pane si l’on apercevait un muret, un endos ou un fossé. Les prairies et les plantations avoisinantes étaient délimitées par d’épaisses haies de bambous qui donnaient à l’ensemble l’aspect d’un immense parc.
La maison donnait sur les collines. On y accédait par un escalier de pierre qui conduisait à une entrée garnie de plantes grimpantes perpétuellement fleuries. Derrière la maison se trouvaient les dépendances: les cases des esclaves, les étables et les granges. Plus loin encore, le jardin, le potager et un grand verger qui s’étendait à perte de vue jusqu’aux abords du fleuve.
C’était par un bel et tranquille après-midi d’octobre. Le soleil tardait à se coucher; on aurait dit qu’il flottait à l’horizon, suspendu au-dessus des nuages aux couleurs changeantes, et frangés d’or. Une brise parfumée faisait frémir le feuillage des arbustes et les palmes des cocotiers qui se reflétaient dans les eaux transparentes de la rivière.
L’éclat rougi du soleil couchant embrasait les vitres de la maison, qui paraissait dévorée par les flammes d’un incendie intérieur. Partout régnait un profond silence. De grasses génisses ruminaient paisiblement, couchées à l’ombre des grands arbres. Des oiseaux de basse-cour picoraient autour de la maison, des brebis bêlaient et quelques vaches migissaient en rentrant à l’étable. La maison semblait déserte. Seuls les volets du salon et les portes-fenêtres de l’entrée, grands ouverts, révélaient que les habitants n’étaient pás tous absents.
Soudain, dans la paix du crépuscule, s’élevèrent les notes d’un piano, puis une voix de femme, mélodieuse et passionnée, la plus purê et la plus fraîche qui se puísse imaginer. Son chant, légèrement étouffé, possédait une vibration ample et sonore. Le ton voilé et mélancolique de la chanson évoquait le gémissement d’une âme tourmentée, et les paroles disaient:

Respirant depuis toujours
L’air amer de l’esclavage,
Telle une semence jetée
Dans une terre maudite,
Je passe ma vie à pleurer
Ma triste condition.

Mes bras sont prisonniers.
Je ne puis embrasser personne
Et mes lèvres ni mes yeux
N’osent parler d’amour.
C’est pour mieux souffrir
Que Dieu m’a donné un cœur
Dans le grand vent des plaines,
La fleur exhale son perfum,
L’oiseau chante librement
La louange des bois.
Pour la pauore esclave seule,
Il n’y a ni chansons ni amour

Tais-toi, triste captive,
Ta plainte est criminelle
Et outrageux le chant
Qui dit ton désespoir.
Ta vie n’est pás à toi
Ni ton cœur, souviens-t’en.

Ces tendres intonations ne peuvent que donner le désir d’appucher la sirène qui chante si merveilleusement. Et si ce n’est pas une sirène, seul un ange peut chanter de la sorte.
Montons donc les marches du perron pour pénétrer dans la maison. A droite du couloir, une haute porte entrouverte nous permet de glisser un œil dans un salon richement décoré. Là, assise au piano, se tient une jeune fille au port de reine. Son profil, contrastant avec l’épaisse chevelure noire, se détache nettement sur l’ébène du piano. Les lignes en sont si délicates, si naturellement élégantes qu’elles transportent l’âme et paralysent la raison. Sa peau est pareille à l’ivoire du clavier, d’une blancheur fine et mate son cou délicat prolonge avec infiniment de grace un buste admirable. Ses longs cheveux frisés tombent sur ses épaules en boucles épaisses et recouvrent Presque entièrement le dossier de la chaise où elle s’appuie. Sur son front serein, la lumière du soir pose sa couleur chaude et rosée. Elle fait penser à ces mystérieux abat-jour qui gardent en leur sein diaphane le feu céleste de l’inspiration. Pour l’instant, elle a le visage tourné vers les fenêtres et son regard se perd dans le lointain.
Les attraits de la chanteuse sont encore accentués par la simplicité, pour ne pas dire le dépouillement, de son vêtement. Une modeste robe de toile bleu ciel fait ou ne peut mieux ressortir son maintien élancé et la finesse de sa taille. Le plissé de sa robe en godets s’arrondit autour d’elle comme un nuage, et c’est Vénus sortant des eaux on l’apparition d’un ange sur un fond de brumes vaporeuses. Seule une petite croix de jais attachée autour de son cou par un ruban noir lui sert de parure.
Lorsqu’elle eut fini de chanter, la jeune fille resta un long moment à rêver, les doigts poses sur les touches du piano, écoutant mourir les échos de son chant.
Le rideau de mousseline d’une des portes intérieuses du salon s’ouvrit alors, et un nouveau personage pénétra dans la pièce.
C’était encore une femme, elle aussi dans le plein éclat de sa jeunesse. La richesse et le raffinement de sa tenue, la noblesse un peu affectée de sa demarche lui donnaient cet air vaguement prétentieux qu’arborent souvent les jeunes filles de bonne famille, même lorsqu’elles se trouvent seules. Malvina, en effet, était fière de sa beauté et de sa position sociale, mais ses grands yeux bleus très doux laissaient transparaître la bonté de son cœur.
Elle s’approcha sans bruit de la chanteuse, s’arrêta juste derrière elle et lui posa doucement la main sur l’épaule.
— Isaura… dit-elle.
— C’est vous, Madame? répondit Isaura em sursautant légèrement. Je ne savais pas que vous étiez là.
— Ça ne fait rien, continue à chanter. Tu as une si jolie voix. Mais je préférerais que tu chantes autre chose. Pourquoi aimes-tu tellement cette chanson si triste?
— J ela trouve jolie, et en plus… Ah! C’est vrai, je dois me taire…
— Parle, Isaura. Ne t’ai-je pas déjà dit que tu ne devais rien me cacher, rien craindre de moi?
— Cette chanson me fait penser à ma mère, que je n’ai pas connue. Mais si elle vous déplaît, Madame, je n ela chanterai plus jamais.
— Je n’aime pas beaucoup cela, c’est vrai, Isaura. Les gens pourraient penser qu’on te maltraite, que tu es une esclave malheureuse, brutalisée par de mauvais maîtres. Tu sais cependant que beaucoup d’hommes libres envieraient l avie qui est la tienne. Tu jouis de l’estime de tes maîtres. Ils t’ont donné une éducation comme peu de femmes riches et bien rées en ont reçu. Tue s belle, et tap eau est si fine qu’il est impossible d’imaginer que du sang africain coule dans tes veines. Et puis, tu sais très bien que ma belle-mère, avant de mourir, t’a recommandée à moi et à mon mari. Je respecterai toujours les volantés de cette sainte femme. Tu le vois, je suis pour toi plus une amie qu’une maîtresse. Non, Isaura, continua Malvina sur un ton de léger reproche, je ne veux plus jamais entendre cette complainte. Sinon, je ne te permettrai plus de jour du piano.
— Mais, Madame, que suis-je d’autre qu’une esclave? Cette éducation que l’on m’a dispensée, cette beauté que tous celebrant, à quoi me servent-elles? Ce sont tout au plus des ornaments don’t on pare la case du nègre. Celle-ci n’en demeure pas moins une misérable demeure.
— Tu te plains de ton sort, Isaura?
— Moi, Madame? Non. Je n’ai aucune raison de le faire. Ce que je veux dire, c’est que malgré les privilèges dont ou m’honore, je sais reconnaître ou est ma place dans cette maison.
— Allons, Isaura, je sais ce qui t’afflige en vérité. Ta chanson le dit assez, d’ailleurs. Belle comme tu es, tu dois certainement avoir un amoureux.
— Mais non, Madame… Quelle idée!
— Quel mal y a-t-il á cela? Cela n’aurait rien d’extraordinaire. Voyons, avoue, tu as un amant, et c’est pour cela que tu regrettes de ne pas être libre. Libre d’aimer celui qui a conquis ton cœur et qui t’aime aussi. N’est-ce pas?
— Pardonnez-moi, Madame, répliqua l’esclave avec um sourire ingénu, vous trompez. Je suis bien loin de penser à cela.
— Vraiment? Tu n’abuserais personne, ma chérie. Tu aimes, et tu es trop belle et trop cultivée pour t’éprendre d’um esclave… sauf s’il s’agissait d’um esclave comme toi, mais je doute fort qu’il puísse em existe. Je te crois plutôt éprise d’un beau jeune homme, et c’est pourquoi ta chanson est si triste. Mais ne te désole plus, ma chère Isaura, je te promets que demain tu seras libre. Il suffit d’attendre le retour de Leoncio. Je ne veux pas qu’une jeune fille comme toi subisse plus longtemps la condition humiliante de l’esclave.
— Je vous assure, Madame, je ne pense pas à l’amour, et encore moins à la liberté. Il m’arrive parfois d’être triste sans raison, comme ça…
— Peu importe. C’est moi qui désire que tu sois libre, et tu le seras.
A cet instant, la conversation des deux femmes fut interrompue par l’arrivée de cavaliers qui arrêtèrent leurs chevaux devant la maison.
Elles coururent à la fenêtre.

______________________

Fonte: GUIMARÃES, Bernardo. Isaura. Traduit du portugais pas Claude Farny. Paris, Éditions Robert Laffont, 1986, p. 5-11.

A ESCRAVA ISAURA

I

Bernardo Guimarães

Era nos primeiros anos do reinado do Sr. D. Pedro II.
No fértil e opulento município de campos de Goitacases, à margem do Paraíba, a pouca distância da vila de campos, havia uma linda e magnífica fazenda.
Era um edifício de harmoniosas proporções, vasto e luxuoso, situado em aprazível vargedo ao sopé de elevadas colinas cobertas de mata em parte devastada pelo machado do lavrador. Longe em derredor a natureza ostentava-se ainda em toda a sua primitiva e selvática rudeza; mas por perto, em torno da deliciosa vivenda, a mão do homem tinha convertido a bronca selva, que cobria o solo, em jardins e pomares deleitosos, em gramais e pingues pastagens, sombreadas aqui e acolá por gameleiras gigantescas, perobas, cedros e copaíbas, que atestavam o vigor da antiga floresta. Quase não se via aí muro, cerca, nem valado; jardim, horta, pomar, pastagens, e plantios circunvizinhos eram divididos por viçosas e verdejantes sebes de bambus, piteiras, espinheiros e gravatás, que davam ao todo o aspecto do mais aprazível e delicioso vergel.
A casa apresentava a frente às colinas. Entrava-se nela por um lindo alpendre todo enredado de flores trepadeiras, ao qual subia-se por uma escada de cantaria de seis a sete degraus. Os fundos eram ocupados por outros edifícios acessórios, senzalas, pátios, currais e celeiros, por trás dos quais se estendia o jardim, a horta, e um imenso pomar, que ia perder-se na barranca do grande rio.
Era por uma linda e calmosa tarde de outubro. O Sol não era ainda posto, e parecia boiar no horizonte suspenso sobre rolos de espuma de cores cambiantes orlados de fêveras de ouro. A viração saturada de balsâmicos eflúvios se espreguiçava ao longo das ribanceiras acordando apenas frouxos rumores pela copa dos arvoredos, e fazendo farfalhar de leve o tope dos coqueiros, que miravam-se garbosos nas lúcidas e tranqüilas águas da ribeira.
Corria um belo tempo; a vegetação reanimada por moderadas chuvas ostentava-se fresca, viçosa e luxuriante; a água do rio ainda não turvada pelas grandes enchentes, rolando com majestosa lentidão, refletia em toda a pureza os esplêndidos coloridos do horizonte e o nítido verdor das selvosas ribanceiras. As aves, dando repouso às asas fatigadas do continuo voejar pelos pomares, prados e balsedos vizinhos, começavam a preludiar seus cantos vespertinos.
O clarão do Sol poente por tal sorte abraseava as vidraças do edifício que esse parecia estar sendo devorado pelas chamas de um incêndio interior. Entretanto, quer no interior, quer em derredor, reinava fundo silêncio e perfeita tranqüilidade. Bois truculentos, e nédias novilhas deitadas pelo gramal, ruminavam tranqüilamente à sombra de altos troncos. As aves domésticas grazinavam em torno da casa, balavam as ovelhas e mugiam algumas vacas, que vinham por si mesmas procurando os currais; mas não se ouvia nem se divisava voz nem figura humana. Parecia que ali não se achava morador algum. Somente as vidraças de um grande salão da frente e os batentes da porta da entrada, abertos de par em par, denunciavam que nem todos os habitantes daquela suntuosa propriedade se achavam ausentes.
A favor desse quase silêncio harmonioso da natureza ouvia-se distintamente o arpejo de um piano casando-se a uma voz de mulher, voz melodiosa, suave, apaixonada e do timbre o mais puro e fresco que se pode imaginar.
Posto que um tanto abafado, o canto tinha uma vibração sonora, ampla e volumosa, que revelava excelente e vigorosa organização vocal. O tom velado e melancólico da cantiga parecia gemido sufocado de uma alma solitária e sofredora.
Era essa a única voz que quebrava o silêncio da vasta e tranqüila vivenda. Por fora tudo parecia escutá-la em místico e profundo recolhimento.
As coplas, que cantava, diziam assim:

Desd’o berço respirando
Os ares da escravidão,
Como sempre lançada
Em terra de maldição,
A vida passo chorando
Minha triste condição.

Os meus braços estão presos,
A ninguém posso abraçar,
Nem meus lábios, nem meus olhos
Não podem de amor falar;
Deu-me Deus um coração
Somente para penar.

Ao ar livre das campinas
Seu perfume exala a flor;
Canta a aura em liberdade
Do bosque o alado cantor;
Só para a pobre cativa
Não há canções, nem amor.

Cala-te, pobre cativa;
Teus queixumes crimes são;
É uma afronta esse canto,
Que exprime tua aflição.
A vida não te pertence,
Não é teu teu coração.

As notas sentidas e maviosas daqueles cantar escapando pelas janelas abertas e ecoando ao longe em derredor dão vontade de conhecer a sereia que tão lindamente canta. Se não é sereia, somente um anjo pode cantar assim.
Subamos os degraus que conduzem ao alpendre, todo engrinaldado de viçosos festões e lindas flores, que serve de vestíbulo ao edifício. Entremos sem cerimônia. Logo à direita do corredor encontramos aberta uma larga porta, que dá entrada à sala de recepção, vasta e luxuosamente mobiliada. Acha-se ali sozinha e sentada ao piano uma bela e nobre figura de moça. As linhas do perfil desenhavam-se distintamente entre o ébano da caixa do piano e as bastas madeixas ainda mais negras do que ele. São tão puras e suaves essas linhas que fascinam os olhos, enlevam a mente e paralisam toda análise. A tez é como o marfim do teclado, alva que não deslumbra, embaçada por uma nuança delicada, que não sabereis dizer se é leve palidez ou cor-de-rosa desmaiada. O colo donoso e do mais puro lavor sustenta com graça inefável o busto maravilhoso. Os cabelos soltos e fortemente ondulados se despenham caracolando pelos ombros em espessos e luzidios rolos, e como franjas negras escondiam quase completamente o dorso da cadeira a que se achava recostada. Na fronte calma e lisa como mármore polido, a luz do ocaso esbatia um róseo e suave reflexo; di-la-éis misteriosa lâmpada de alabastro guardando no seio diáfano o fogo celeste da inspiração. Tinha a face voltada para as janelas, e o olhar vago pairava-lhe pelo espaço.
Os encantos da gentil cantora eram ainda realçados pela singeleza e diremos quase pobreza do modesto trajar. Um vestido de chita ordinária azul-clara desenhava-lhe perfeitamente com encantadora simplicidade o porte esbelto e a cintura delicada, e desdobrando-se-lhe em roda em amplas ondulações parecia uma nuvem, do seio da qual se erguia a cantora como Vênus nascendo da espuma do mar, ou como um anjo surgindo dentre brumas vaporosas. Uma pequena cruz de azediche presa ao pescoço por uma fita preta constituía o seu único ornamento.
Apenas terminado o canto, a moça ficou um momento a cismar com os dedos sobre o teclado como escutando os derradeiros ecos da sua canção.
Entretanto abre-se sutilmente a cortina de casa de uma das portas interiores, e uma nova personagem penetra no salão. Era também uma formosa dama ainda no viço da mocidade, bonita, bem-feita e elegante. A riqueza e o primoroso esmero do trajar, o porte altivo e senhoril, certo balanceio afetado e langoroso dos movimentos davam-lhe esse ar pretensioso, que acompanha toda moça bonita e rica, ainda mesmo quando está sozinha. Mas com todo esse luxo e donaire de grande senhora nem por isso sua beleza deixava de ficar algum tempo eclipsada em presença das formas puras e corretas, da nobre singeleza, e dos tão naturais e modestos ademanes da cantora. Todavia Malvina era linda, encantadora mesmo, e posto que vaidosa de sua formosura e alta posição, transluzia-lhe nos grandes e meigos olhos azuis toda nativa bondade de seu coração.
Malvina aproximou-se de manso e sem ser pressentida para junto da cantora, colocando-se por detrás dela esperou que terminasse a última copla.
— Isaura!… – disse ela pousando de leve a delicada mãozinha sobre o ombro da cantora.
— Ah! É a senhora?! – respondeu Isaura voltando-se sobressaltada. — Não sabia que estava aí me escutando.
— Pois que tem isso… Continua a cantar… Tens a voz tão bonita!… Mas eu antes quisera que cantasses outra coisa; por que é que você gosta tanto dessa cantiga tão triste, que você aprendeu não sei onde?…
— Gosto dela, porque acho-a bonita e porque… Ah! Não devo falar…
— Fala, Isaura. Já não te disse que nada me deves esconder e nada recear de mim?…
— Porque me faz lembrar de minha mãe, que eu não conheci, coitada!… Mas se a senhora não gosta dessa cantiga, não a cantarei mais.
— Não gosto que a cantes, não, Isaura. Hão de pensar que és maltratada, que és uma escrava infeliz, vítima de senhores bárbaros e cruéis. Entretanto passas aqui uma vida que faria inveja a muita gente livre. Gozas da estima de teus senhores. Deram-te uma educação como não tiveram muitas ricas e ilustres damas que eu conheço. És formosa, e tens uma cor linda, que ninguém dirá que gira em tuas veias uma só gota de sangue africano. Bem sabes quanto minha boa sogra antes de expirar te recomendava a mim e a meu marido. Hei de respeitar sempre as recomendações daquela santa mulher, e tu bem vês, sou mais tua amiga do que tua senhora. Oh! Não; não cabe em tua boca essa cantiga lastimosa, que tanto gostas de cantar. Não quero – continuou em tom de branda repreensão –, não quero que a cantes mais, ouviste, Isaura?… Senão, fecho-te o meu piano.
— Mas, senhora, apesar de tudo isso, que sou eu mais do que uma simples escrava? Essa educação que me deram e essa beleza que tanto me gabam de que me servem?… São trastes de luxo colocados na senzala do africano. A senzala nem por isso deixa de ser o que é: uma senzala.
— Queixas-te da tua sorte, Isaura?…
— Eu não, senhora; não tenho motivo… O que quero dizer com isto é que, apesar de todos esses dotes e vantagens que me atribuem, sei conhecer o meu lugar.
— Anda lá; já sei o que te amofina; a tua cantiga bem o diz. Bonita como és, não podes deixar de ter algum namorado.
— Eu, senhora!… Por quem é, não pense nisso.
— Tu mesmo; pois que tem isso?… Não te vexes; pois é alguma coisa do outro mundo? Vamos lá, confessa; tens um amante e é por isso que lamentas não teres nascido livre para poder amar aquele que te agradou e a quem caíste em graça, não é assim?…
— Perdoe-me, sinhá Malvina – replicou a escrava com um cândido sorriso. — Está muito enganada; estou tão longe de pensar nisso!
— Qual longe!… Não me enganas, mina rapariguinha!… Tu amas, e és mui linda e bem prendada para te inclinares a um escravo; só se fosse um escravo como tu és, o que duvido que haja no mundo. Uma menina como tu bem pode conquistar o amor de algum guapo mocetão, e eis aí a causa da choradeira de tua canção. Mas não te aflijas, minha Isaura; eu te protesto que amanhã mesmo terás a tua liberdade; deixa Leôncio chegar; é uma vergonha que uma rapariga como tu se veja ainda na condição de escrava.
— Deixe-se disso, senhora; eu não penso em amores e muito menos em liberdade; às vezes fico triste à toa, sem motivo nenhum…
— Não importa. Sou eu quem quero que sejas livre, e hás de sê-lo.
Neste ponto a conversação foi cortada por um tropel de cavaleiros que chegavam e apeavam-se à porta da fazenda.
Malvina e Isaura correram à janela a ver quem eram.

___________________

Fonte: GUIMARÃES, Bernardo. A Escrava Isaura. São Paulo, Klick Editora, 1999, p. 11-17.